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lunes, 2 de junio de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Aunque mañana empiezan las pruebas PAU, todavía estáis a tiempo de echarle una ojeada a este artículo aparecido en el periódico El Mundo  de hoy (lunes dos de junio de 2014), que habla de escritoras suicidas.



Las poetas suicidas. Las novias de la muerte


Pizarnik, Plath, Parra, Sexton, Storni... Un libro de Luzmaría Jiménez Faro entra en el desasosiego y el misterio que causa la larga lista de mujeres escritoras que acabaron con su vida.

LUIS ANTONIO DE VILLENA 

La lista es larga. La calidad (incluso en las menos conocidas) generalmente alta. Suele decirse que los poetas y las poetas o poetisas -ahora gusta menos este nombre, por los excesos románticos- son seres extremadamente sensibles, por eso captan o sienten lo que otros no perciben, y entonces acaso ellas lo sean más. Es la frase esencial, que escribió en una carta, una de las grandes poetas rusas del siglo, Marina Tsviétaieva (1892-1941): "Hay algo que no supe hacer: vivir". Dotada de una calidad especial en la lengua, amiga y admiradora de Rilke, acogió la revolución bolchevique como una esperanza (le ocurrió a muchos) pero no tardó en ver el error, y así asomar las guadañas del totalitarismo. Entonces se exilió. Claro que, en las calamidades de la guerra civil entre rojos y blancos vio morir a su hija menor de inanición. Era en 1922, entonces se marchó de Rusia; pero aunque pudo escribir y era libre, la vida fue siempre cuesta arriba. Además decían que su estilo (muy propio) era difícil. Su marido, Serguéi Efrón decide volver. Ella al fin, sin entusiasmo, pero acaso también porque veía ensombrecerse el cielo de Francia u oía las voces de Hitler, retorna a Moscú en 1939. Su padre es el fundador del Museo Pushkin, pero la retornada no tiene dónde escribir. Su amigo Boris Pasternak trata de ayudarla, pero Pasternak -mal visto por el oficialismo- puede poco. Para colmo, Marina se entera de que Efrón, su marido, había sido detenido y luego ajusticiado, con un tiro en la nuca. Ella y su hija Irina pasan frío y hambre. Irina será trasladada a un orfanato donde morirá (también) de hambre. En cuanto a la pobre e indefensa Marina, cuando comienza lo que Stalin llamó "la Gran Guerra Patria", la mandan, en teoría evacuada, a un remoto pueblo de Tartaristán, Yelábuga, donde presa de una total desesperación y miseria, Marina Tsvietáieva pone fin a su vida, con 48 años, colgada de una viga. Una de las grandes poetas del siglo. Su obra se salvó, porque su única hija viva, Ariadna Efrón, la preservó. Era el 31 de agosto de 1941. La autora de 'Álbum de la tarde' o 'Después de Rusia', entre tantos libros singulares, deja claro que no habló en vano: no supo vivir. Pero la vida tampoco se lo puso fácil.

Sin duda las circunstancias ayudan al suicidio (siempre lo hacen) pero el germen de esa pasión de muerte, de ese "dios salvaje" que diría el británico Al Álvarez, dios destructor que no desconoce noches de loca alegría, tenía que andar por medio y que vivir en su psique. Si no, probablemente, no hubiese regresado a la Rusia de Stalin, pues algo sabía de lo que ocurría allí. Pero los poetas son idealistas, dicen.

No, el suicida (o la suicida, máxime poeta) no tiene por qué ser siempre un hombre o mujer permanentemente abatida. Conoce muchos momentos de lucidez y gozo, pero hay siempre un fondo profundo de desacuerdo con el vivir. Es como si en el pacto, la vida, la señora Vida, no cumpliera nunca o no del todo con su parte.

La cantautora chilena Violeta Parra (1917-1967) -hermana de Nicanor, el de los 'Antipoemas'- escribió su hermosa y muy conocida canción 'Gracias a la vida', muy poco antes de suicidarse, pegándose un tiro en la sien. Era en el barrio de La Reina, en Santiago. Se había enamorado (y fue correspondida unos cuantos años) por un joven suizo, Gilbert Favré, 18 años menor que ella, que concluyó por abandonarla. Pero ciertamente no es la única mujer a quien no le sale el amor. Tiene que haber algo más.

Gracias a la vida que me ha dado tanto.../y en el ancho cielo su fondo estrellado/ y en las multitudes el hombre que amo...

Basta fijarse un poco para observar que todas las estrofas, espléndidas y sencillas, de 'Gracias a la vida', aluden al amado (ausente): 'Cuando miro el fondo de tus ojos claros'. Violeta tenía 49 años el 5 de febrero de 1967. Convertida casi en un mito nacional, a su sepelio acudieron más de 10.000 personas, y la fama apenas comenzaba. Nicanor Parra la llama "vendimiadora ardiente de ojos negros". Y Pablo Neruda, "santa de greda pura". ¿Por qué no pudo Violeta, tan comprometida con la gente, aguantar ese malamor que otras y otros sí aguantan?

Las suicidas no tienen por qué ser personas especialmente abatidas ni ajenas a la alegría. Su razón de no ser es, más bien, un desacuerdo esencial con la vida.

La argentina Alfonsina Storni (1892-1938) pudiera ser otro caso similar. Nacida en la Suiza italiana, de unos padres que ya habían estado allá, Alfonsina llega de muy niña a Buenos Aires, que será su ciudad, su mundo y su patria. Mujer muy moderna en cuanto a la defensa de los derechos femeninos, en poesía empieza bajo la influencia del gran Rubén Darío. Pero sus poemas son ágiles y sonoros y hablan de amor y desamor. Alfonsina deviene así una poeta bastante popular en libros como 'Irremediablemente' de 1919. Tiene un hijo, Alejandro, al que cuidará, porque es suyo. No importa el padre.

Se dice que Alfonsina (que vivió como maestra y periodista) era una mujer muy apasionada, una mujer a la que verdaderamente le atraían los hombres y que por tanto tuvo muchos, pero el amor se le escapaba o duraba poco. O más frecuentemente -ya el machismo- los hombres no tenían estima profunda por las mujeres, por eso habla del "hombre pequeñito" en alguno de sus poemas, el hombre que no está a la altura, que no da la talla moral. Estuvo en Madrid, con gran éxito, en 1930. Era una alta escritora, pero nunca la abandonó el desasosiego y un extraño impulso tánatico: "Me es lo mismo la Muerte que la Vida". "La muerte debe ser la salvación". Es posible que versos como esos (muy abundantes en su obra) procedan de la pena por los desengaños amorosos, pero ¿nada más? ¿No sería demasiado sencillo? En octubre de 1938, sola, Alfonsina toma el tren que une Buenos Aires con Mar del Plata, la ciudad vacacional a orillas del Atlántico. Pasa allí unos días; el 22, envía al diario 'La Nación' su último poema 'Voy a dormir'. El 25 por la noche sale de la pensión, envuelta en un gran manto, y dice que va a pasear a la orilla. Se arrojará al mar esa madrugada, como cuenta una de las leyendas que hizo la griega Safo, vanamente enamorada de Faón. Años atrás (en 1934) le habían detectado un cáncer de pecho. Pero aseguran que estaba estabilizado.

Obviamente quien quiere encontrar datos externos para el suicidio (enfermedad, desamor, Freud les diría "rastros diurnos", como los de los sueños) puede hallarlos, pero con ellos sólo muy parcialmente explicará toda la pulsión de muerte que atraviesa la nada desdeñable obra lírica de Storni: 'La muerte no ha nacido, está dormida/ en una playa rosa'. De modo diferente a Violeta Parra, también Alfonsina ha devenido un mito del feminismo y de la desesperación íntima, en parte gracias a la célebre canción de Ariel Ramírez, 'Alfonsina y el mar', mundialmente famosa, y que cantó con singularidad Mercedes Sosa: 'Y te vas, hacia allá como en sueños,/ dormida, Alfonsina, vestida de mar'.

También en apariencia será el abandono y el amor no correspondido, lo que llevó al suicidio a otra poeta ilustre del siglo, la norteamericana Sylvia Plath (1932-1963). Son conocidos los problemas psíquicos de dependencia de Sylvia con su padre, profesor y emigrante alemán. Es conocida su fuerte depresión reflejada en la novela 'La campana de cristal', publicada el mismo año de su muerte, pero sobre todo su matrimonio (y consiguiente vida en Inglaterra) con el poeta Ted Hughes, a la larga uno de los grandes poetas británicos de la centuria, probablemente muy superior a Sylvia, pero que cargó durante su vida con haber roto el matrimonio y haber dejado a su ex mujer con los hijos, dos niños pequeños, en un triste apartamento de Londres. Una noche de pleno invierno (11 de febrero) desesperada y tras haber llamado en vano al psiquiatra, Sylvia deja preparado el desayuno para los niños, y mete la cabeza en el horno con el gas abierto... En uno de sus textos escribe: "Morir es un arte y yo lo hago excepcionalmente bien". El suicidio de Plath ha resultado uno de los más llamativos del siglo: su amiga la poeta Anne Sexton también se suicidó (1974), y no le perdonó haber tomado la delantera. Otro amigo, el crítico Al Álvarez, en principio para tratar de explicarse el suicidio de Sylvia, escribió el libro 'El dios salvaje'. Y casi al final de su vida, el ex marido Ted Hughes publicó un gran libro de poemas sobre su relación y la intimidad de Sylvia, 'Cartas de cumpleaños' (1998) que fue un 'best seller' en el ámbito anglosajón. De nuevo los motivos externos son obvios, pero la íntima voluntad del daño de vivir, del daño recibido con la vida, es mucho más radical y fuerte.

Anne Sexton, bipolar, adictiva, tóxica y seductora, nunca perdonó a su amiga Sylvia Plath que la adelantara a la hora de suicidarse

Ese daño íntimo que puede causar la vida o las relaciones cercanas en la infancia, se ve asimismo en otra de estas grandes poetisas suicidas, la argentina -de origen ruso- Alejandra Pizarnik (1936- 1972). Inteligente, culta, reflexiva, ultrasensible, Alejandra escribía con una letrita diminuta. Es una gran poeta de la inteligencia y el dolor, como en Extracción de la piedra de la locura (1968). Escribe en un diario íntimo: "Tengo miedo. Todo en mí se desmorona. No quiero luchar. No tengo contra quién luchar". Pasa por psiquiátricos y sale, viaja a París, regresa a Buenos Aires. Sus poemas casi duelen. Por ejemplo, 'Balada de la piedra que llora': 'La muerte/ pero la vida/ pero nada nada nada'.

Aunque dicen que era lesbiana (o por ello) la muerte fue su gran amante. Incapaz de resistirse más, la noche del 24 de septiembre se tomó una fuerte sobredosis de barbitúricos. Tenía puesto como música el 'Adagio' de Albinoni.

La muerte como gran seductora. La lista de estas damas turbadas por ese daño cruzado de seducción final es larga y sólo en el siglo XX. La portuguesa Florbela Espanca (una notable post modernista cuyo hermano era aviador) se suicidó en 1933 con una sobredosis de veronal. Tenía 36 años. La italiana Antonia Pozzi (conocida literariamente post mortem, una gran poeta) usó también barbitúricos para morir en 1938 con 26 años. Llamativo es el caso de una rara española (enamorada no correspondida de JRJ) que se suicidó de un disparo en la cabeza en 1932 con 24 años. Se llamaba Margarita Gil Roësset. Otra gran poeta italiana, contemporánea, Amelia Rosselli se suicidó arrojándose desde la ventana de la cocina de un quinto piso en 1996 con 66 años... No terminamos: Delmira Agustini, uruguaya, María Mercedes Carranza, colombiana, Inge Müller, alemana, Julia de Burgos, puertorriqueña... La muerte propia, levantar la mano contra uno mismo (que decía Jean Améry) ha sido un tema vetado, raro, psicótico. Un libro de Luzmaría Jiménez Faro, 'Poetisas suicidas' -trata sólo de algunas de habla española- me ha recordado el tema turbador. También hay muchos hombres, cierto, pero dicen que el afán de muerte, el impulso tanático, en las mujeres es menor. ¿Son las enamoradas poetas, entonces, excepción? Claro que no todos los suicidios significan ni buscan lo mismo. Salvo morir, muy evidentemente.


Extraído de (pincha la imagen):
http://www.elmundo.es/cultura/2014/06/02/538b7ae8ca4741e3788b4577.html
Silvia Plath y su hija Frieda.

miércoles, 28 de mayo de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Como hemos comentado en clase, el tema de la mujer y la literatura ofrece múlitples facetas, y os ofrezco dos textos que desarrollan los temas de la mujer ideal y del lesbianismo, respectivamente.



Triángulo Isósceles

 Mario Benedetti

El abogado Arsenio Portales y la ex actriz Fanny Araluce llevaban doce apacibles años de casados. Desde el comienzo, él le había exigido a Fanny que dejara la escena. Al parecer, no era tan liberal como para tolerar que noche a noche su linda mujer fuera abrazada y besada por otros.

A ella le había costado mucho aceptar esa exigencia, que le parecía absurda, machista y carente de un mínimo de sentido profesional. "Por otra parte", había agregado él como justificación a posteriori, "no creo que tengas las imprescindibles condiciones para triunfar en teatro. Sos demasiado transparente. En cada uno de tus personajes siempre estás vos, precisamente allí donde debería estar el personaje. Demasiado transparente. El verdadero actor debe ser opaco como ser humano; sólo así podrá ser otro, convertirse en otro. Por más que te vistas de Ofelia, Electra o Mariana Pineda, siempre serás Fanny Araluce. No niego que tengas un temperamento artístico, pero deberías encauzarlo más bien hacia la pintura o las letras. Es decir, hacia la práctica de un arte en el que la transparencia constituya una virtud y no un defecto."

Fanny lo dejaba exponer su teoría, pero en realidad él nunca la había convencido. Él no lo entendía ni lo valoraba así. Sin embargo, en la vida cotidiana, privada, Fanny era ordenada, sobria, casi una perfecta ama de casa.

Probablemente demasiado perfecta para el doctor Portales. En los últimos dos años, el abogado había mantenido otra relación, tan clandestina como estable, con una mujer apasionada, carnal, contradictoria, y, por si todo eso fuera poco, particularmente atractiva.

Como lugar adecuado para esos encuentros, Portales alquiló un apartamento a sólo ocho cuadras de su casa. Había sido minucioso en la organización de su cándido pretexto; por borrosos motivos profesionales debía viajar semanalmente a Buenos Aires. Como sólo estaba ausente las noches de los martes, le recomendaba a Fanny que no le telefoneara, pero, por si las moscas, le había dado el teléfono de un colega porteño, que tenía instrucciones precisas: "¿Arsenio? Fue a una reunión que creo se va a prolongar hasta muy tarde." Fanny nunca llamó.

Ella, que conocía como nadie las necesidades y manías de su marido, se encargaba de aprontarle el pequeño maletín y le llamaba el taxi. Portales se bajaba ocho cuadras más allá, subía al apartamento clandestino, se ponía cómodo, aprontaba los tragos, encendía el televisor; a la espera de Raquel, que, como también era casada, debía aguardar a que su marido emprendiera su inspección semanal a la estancia. En realidad, si se veían los martes había sido por complacer a Raquel, pues ése era el día que el hacendado había elegido para atender sus campos. "Y para dejarnos el campo libre", bromeaba Arsenio.

Cuando por fin llegaba Raquel, cenaban en casa, ya que no podían arriesgarse a que los vieran juntos en un cine o en un restaurante. Luego hacían el amor de una manera traviesa, juvenil, alegre, casi como si fueran dos adolescentes. Cada martes Portales se sentía revivir. Cada miércoles le costaba un poco regresar a las buenas costumbres del hogar lícito, genuino, sistemático.

Para la vuelta, no sabía bien por qué, exageraba las precauciones. Llamaba un taxi, hacía que lo dejara en el aeropuerto de Carrasco; después de un rato, tomaba otro taxi para regresar a su casa. Dentro de esa rutina, Fanny cumplía con interesarse en cómo le había ido, y entonces él inventaba con esmero los pormenores de las aburridas sesiones de trabajo con sus clientes bonaerenses, dejando siempre constancia, eso sí, de lo bueno que era estar de vuelta en casa.

Llegó por fin el martes en que se cumplían dos años de la furtiva y estimulante relación con Raquel, y Portales consiguió un collar de pequeños mosaicos florentinos. Se lo había hecho traer desde Italia por un cliente, éste sí verdadero, que le debía algunos favores. Instalado en su lindo y confortable bulín, Portales puso el champán en la heladera, aprontó las copas, se acomodó en la mecedora, y se puso a esperar, más impaciente que otras veces, a Raquel.

Ésta llegó más tarde que de costumbre. Su demora estaba justificada, ya que también ella, en vista del aniversario subrepticio, había ido a comprar su regalito: una corbata de seda, con franjas azules sobre fondo gris. Fue entonces que Arsenio Portales le dio el estuche con el collar. A ella le encantó. "Voy un momento al baño, así veo cómo me queda", dijo, y como anticipo de otros atributos, lo besó con ternura y calidez. Como era natural, él consideró ese beso como un presagio de una noche gloriosa.

Sin embargo, Raquel demoraba en el baño y él empezó a inquietarse. Se levantó, se arrimó a la puerta cerrada y preguntó: "¿Qué tal? ¿Te sentís bien?" "Estupendamente bien", dijo ella. "Enseguida estoy contigo."

Ya sin preocupación, aunque igualmente ansioso por la expectativa, Portales volvió a sentarse en la mecedora. Cinco minutos después la puerta del baño se abría, mas, para sorpresa del hombre a la espera, no para dar paso a Raquel sino a Fanny Araluce, su mujer, que lucía el collar florentino.

Portales, estupefacto, sólo atinó a exclamar: "¿Fanny! ¿Qué hacés aquí?" "¿Aquí?", subrayó ella. "Pues, lo de todos los martes, querido. Venir a verte, acostarme contigo, quererte y ser querida." Y como Arsenio seguía con la boca abierta, Fanny agregó: "Arsenio, soy Fanny y también Raquel. En casa soy tu mujer, Fanny A. de Portales, pero aquí soy la actriz Fanny Araluce. O sea que en casa soy transparente y aquí soy opaca, ayudada por el maquillaje, las pelucas y un buen libreto, claro."

"Raquel", balbuceó Arsenio Portales.

"Sí: Raquel. ¿Te das cuenta? Me has traicionado conmigo misma. Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de mí, o te casás conmigo. No estoy dispuesta a seguir tolerando esta ambigüedad. Y algo más: después de este éxito dramático, después de dos años con esta obra en cartel, te anuncio solemnemente que vuelvo al teatro."

"Tu voz", murmuró Arsenio. "Algo extraño había en tu voz. Pero ni siquiera el color de tus ojos es el mismo."

"Claro que no. ¿Para qué existen las lentes de contacto verdes? Siempre te oí decir que te encandilaban las morochas de ojos verdes."

"Tu piel. Tu piel tampoco era la misma."

"Ah no, querido, lamento decepcionarte. Aquí y allá mi piel siempre ha sido la misma. Sólo tus manos eran otras. Tus manos me inventaban otra piel. Al fin de cuentas, ni yo misma sé ahora cuál es mi piel verdadera: si la de Fanny o la de Raquel. Tus manos tienen la palabra."

Portales cerró los puños, más desorientado que furioso, más abatido que iracundo.

"Me has engañado", dijo con voz ronca.

"Por supuesto", dijo Fanny/Raquel.



Mujeres condenadas (Delfina e Hipólita)


A la luz pálida de las lámparas fallecientes,
Sobre blancos cojines impregnados de olor,
Hipólita soñaba con los besos potentes
Que alzaban la cortina de su joven candor.

Buscaba con mirada que turbó la extrañeza
El firmamento de su inocencia ya lejana,
Al igual que un viajero que vuelve la cabeza
Hacia el azul horizonte que cruzó la mañana.

Las perezosas lágrimas de sus ojos velados,
Su sorpresa, su fatiga, su obscura locura,
Los brazos como inútiles armas abandonados
Todo a engalanar servía su frágil hermosura.

Extendida a sus pies, calma de gozo presa
Delfina la espiaba con sus sus ojos ardientes,
Como el animal fuerte que vigila una pieza
Tras haberla primero marcado entre los dientes.

Hermosa fuerte de hinojos ante una frágil bella
Espiaba voluptuosa el triunfo de su intento,
Como un vino, soberbia se inclinaba hacia ella
Como para recoger dulce agradecimiento.

De su pálida victima en los ojos buscaba
El mudo cántico que el placer canta en su giro,
Y aquella gratitud, infinita y esclava
Que parte de los parpados como un largo suspiro.

-“Hipólita, alma mía ,¿qué dices de esas cosas?
¿Te has dado cuenta que ahora no hay que entregar
El sagrado holocausto de tus primeras rosas
Al fuerte soplo que las pudiera marchitar?

Mis besos son ligeros como los de las estrellas
Que acarician de noche los lagos transparentes;
Pero los de tu amante clavarían sus huellas
Como las de una carreta o un arado hirientes.

Sobre ti pasarían como una caravana
De caballos y bueyes con cascos sin piedad.
Vuelve pues ese rostro, Hipólita, oh mi hermana,
Tú, alma y corazón mío, mi todo, mi mitad.

Torna a mí de tus ojos los azulados cielos,
Por solo una mirada de encanto sin confín,
De placeres aún más obscuros alzaré el velo,
¡y habré de adormecerte en un sueño sin fin!”

Pero Hipólita entonces, levantando la frente:
“No soy ingrata, Delfina mía, ni me apena
Tu amor, pero penando estoy de un mal mordiente,
Como después de una nocturna y terrible cena.

Caer sobre mí siento terrores enfermizos,
Y vagos batallones de fantasmas oscuros,
Que me llevan por caminos resbaladizos,
Ceñidos siempre por ensangrentados muros.

¿Habremos cometido algún negro extravío?
Explícame si puedes, esta turbación loca:
De terror me estremezco si me dices: Bien mío,
Y sin embargo, siento que hacia ti va mi boca.

No me mires así, oh mi única amada,
Tú, a quien quiero por siempre, mi hermana de elección,
Aún cuando para mí fueras mi firme emboscada,
Y hasta el inicio mismo de mi condenación”.

Y sacudiendo Delfina su crin volcánica,
Como convulsionada sobre un trípode eterno,
Respondió -la mirada fatal- , con voz tiránica:
-“¿Quién ante el amor se atreve a hablar del infierno?

¡Maldito sea para siempre y remisión,
El soñador inútil que pensó en su necedad,
Presa haciéndose de un problema sin solución,
En cosas del amor mezclar la honestidad!

¡El que quiera fundir en un acorde místico
La noche con el día , la sombra y el calor,
Nunca calentara su cuerpo paralítico,
En ese sol bermejo que llaman el amor!

Ve, si deseas, un novio estúpido a buscar,
Corre a ofrendarte a sus besos despiadados:
Y de remordimiento y horror llena a ocultar
Vendrás en mí después tus senos magullados.

¡No se puede aquí abajo servir a más de un amo!”
Pero la criatura, con grandiosa pasión,
Gritó de pronto:-“Siento que se abre a tu reclamo
En mi un abismo y esa profundidad es mi corazón!

¡Hondo como el vacío, como un volcán quemante!
¡Nadie saciará al monstruo gemebundo e insano,
Ni la sed de la Euménide calmará, torturante,
Que lo quema hasta el fondo con la antorcha en la mano!

Que los cortinados nos separen del mundo
Y que solo el cansancio dé descanso al amor!
¡Yo deseo aniquilarme en tu cuerpo profundo,
Y hallar en tu seno la tumba del frescor!”

Víctimas lamentables, descended, bajad de grado,
Descended camino al infierno imperecedero,
A lo más profundo de la sima en que los flagelados
Todos los crímenes por vientos de alas de acero,

Bullen mezclados con huracanes bramadores.
Sombras locas, corred del deseo al abrigo;
Nunca conseguiréis saciar vuestros furores,
Y de vuestros placeres se engendrará el castigo.

Jamás un rayo fresco brilla en vuestras cavernas;
Por las grietas del muro los miasmas venenosos
Se filtran e inflaman lo mismo que linternas,
Y empapan vuestros cuerpos de aromas espantosos.

Reseca vuestra carne y vuestra sed acosa
La fecundidad áspera de vuestra conjunción
Y hace de la lujuria la ráfaga furiosa
Crujir vuestra piel como un alejado pabellón.

¡Lejos de toda vida, errantes, condenadas,
A traves del desierto como lobos fugáis;
Cumplid vuestro destino, almas desordenadas,
Y huid del infinito que en vosotros portáis!

/Charles Baudelaire/Las flores del mal/



lunes, 19 de mayo de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Os ofrezco ahora enlaces a la obra del autor japonés más leído en la actualidad, Haruki Murakami:

Murakami (I)

Murakami (II)

Murakami (III)

Murakami (official site, en inglés)

Y os ofrezco también un artículo sobre la relación de Murakami con occidente:

LOS RASGOS DE LA GLOBALIZACIÓN EN LA LITERATURA DE HARUKI MURAKAMI

19 noviembre, 2013
Por Marcos Kirschstein

La velocidad a la que gira el planeta parece ir disminuyendo frente a lo rápido que las informaciones se comparten. Ya no hay lugar para la expectativa que producía la llegada del correo y las cartas de los seres queridos que viven lejos, todo se encuentra ahora a una pantalla de distancia.
En este mundo “globalizado”, en cualquier lugar del planeta puedes hallar exactamente los mismos productos en tiendas que mantienen formatos idénticos, ya te encuentres en Caracas, París o Seúl. A simple vista, esta uniformidad es expresión de que a todos llega por igual “el progreso”. Pero, ¿qué ocurre en casos como el de la literatura de otras culturas diferentes a la Occidental cuando entran en contacto con la globalización?
Frente a esta pregunta, me parece que a veces la globalización solo trae contaminación al estilo propio de cada cultura. Este es el caso de Haruki Murakami, un escritor japonés de fama bastante extendida por occidente, quien suele usar estilos y referencias que, a pesar de girar en torno a temas propios de la cotidianidad japonesa, posee un discurso que se presenta plagado de referencias mixtas. Entendiendo mixto como la mezcla entre elementos tradicionales de la cultura japonesa y otras referencias externas, como por ejemplo En busca del tiempo perdido, la obra fundamental del escritor francés Marcel Proust, quien es uno de los pilares de la literatura moderna en occidente.
En los libros de Murakami nos encontramos con este tipo de referencias híbridas entre ambas culturas y, en muchas ocasiones, facilita la comprensión de las situaciones y descripciones de los espacios en los que se mueven los personajes, por lo menos para nosotros que, por mucho o poco que conozcamos de la cultura japonesa, seguimos siendo extranjeros.
Pero no se debe pensar en Murakami como un escritor perfecto por ese estilo amigable para el lector foráneo. Dentro de su país, sus libros suelen ser tomados como piezas muy contaminadas por la influencia occidental y no es considerado ni siquiera como uno de los mejores escritores de la literatura japonesa contemporánea. De hecho, hay otros escritores que por mantenerse alejados de esas “contaminaciones” occidentales gozan de más respeto y prestigio dentro del mercado interno de literatura en Japón, como por ejemplo Akutagawa, quien fue un escritor de finales del siglo XIX y hasta la década de los años 20 del siglo pasado, dedicado principalmente al relato corto.
No pretendo decir con esto que leer a Murakami resulte un camino equivocado si se quiere tener contacto con la escritura de ficción japonesa. Por el contrario, es justamente su combinación de culturas un elemento que permite la fácil comprensión de todas las situaciones en las que puede verse envuelto el personaje, sin la necesidad de ir a consultar al dios Google-que todo-lo-sabe.
¿Y de qué van sus libros? Bueno, para hacer el cuento corto y como es más o menos el tema general de sus obras, les digo que siempre nos vamos a encontrar con un conflicto de carácter existencial en sus personajes principales. 
Tomemos por ejemplo su obra Kafka en la Orilla, publicada en 2002. El conflicto de la historia principal es la de un muchacho que, al estilo de la tragedia griega (volvemos a tropezar con un elemento occidental) lucha contra la maldición de su destino. Y es esta evasión la que lo relaciona con los otros personajes principales y secundarios, quienes son los epicentros de las otras historias complementarias, que finalmente se conjugan en el mismo final.
En resumen, encontramos en la figura de Murakami una roca que está situada en el centro de muchas corrientes. Un estilo que se ha dejado teñir por las influencias que han llegado al Japón desde Estados Unidos principalmente, pero manteniendo rastros y elementos importantes de la cultura milenaria que ese país posee.

Murakami desarrolla una tendencia diferente, mezcla de ambas cosas, no es un estilo puramente japonés pero tampoco es una traducción de las costumbres occidentales para introducirlas en el día a día de los personajes japoneses. Lo único cierto es que no se puede perder la oportunidad de leer las obras de Haruki Murakami. Él es una ventana al mundo de la literatura japonesa que mantiene las referencias que nos son familiares en este lado del mar.

(Extraído de: Murakami (IV)

Haruki Murakami: entre oriente y occidente

Por Antonio Garrido Domínguez

Para empezar, cabe decir que Murakami construye mundos de la más diversa índole, que van de los más apegados a la realidad empírica hasta los más alejados de ella, pasando por versiones mestizas (que son ciertamente las más abundantes). En ellos puede encontrarse desde un realismo a lo Carver hasta lo real maravilloso, aunque el predominio corresponde a los mundos híbrido o diádicos, esto es, a aquellos en los que conviven con toda normalidad lo natural y lo sobrenatural (el borrado de fronteras, en suma). En el primer supuesto entrarían Tokio blues, Al sur de la frontera o After Dark, mientras Sputnik, mi amor, Kafka en la orilla, La caza del carnero salvaje, Crónica del pájaro que dio cuerda al mundo, El fin del mundo o 1Q84 responderían a las exigencias del segundo. Como señala el autor del ensayo, la transición de lo real a lo maravilloso/fantástico o viceversa resulta muy fluida y se efectúa habitualmente a través de una serie de conductos muy diversos como túneles, pasadizos, pozos, callejones, espejos, el carnero salvaje, etc. […]

Aunque constituye una dimensión fundamental de la cultura japonesa, el simbolismo se apoya en este caso tanto en referentes orientales –en especial, el asociado a los gatos- como occidentales: destaca el vinculado a las grandes tragedias griegas, la búsqueda de la eterna juventud, etc. Pero la trascendencia de lo occidental se manifiesta sobre todo en las frecuentes referencias a la música, además de la literatura: Bach, Beatles, Beethoven, Bergson, Borges, Carver, Chandler, Hemingway, el jazz, Kafka, Michael Jackson, Mozart, Nietzsche, Orwell, Proust, Puig, Salinger… Este hecho ha llevado a algunos críticos –sobre todo, japoneses- a definir a Murakami como un escritor occidentalizado. Se trata sin duda de una calificación abusiva: Murakami, recalca Justo Sotelo, es un autor japonés hasta la médula por mucho que maneje –y con gran solvencia- determinados referentes de la otra parte del mundo. Su imaginario se nutre de elementos tomados de ambas culturas.

(Extraído de: Murakami (IV)

No confundas al escritor, Haruki...


... con el artista plástico, Takashi:



martes, 6 de mayo de 2014

LIT. UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Hablemos algo de música. Entre otros muchos grupos occidentalizados podemos citas a Pizzicato Five o Cornelius.

Os dejos dos enlaces sobre su música:

Pizzicato Five

Cornelius




LIT. UNIVERSAL: AMELIE NOTHOMB

Por otra parte, una de las tres historias de Mistery Train tiene como protagonistas a unos nipones occidentalizados:

En 1989 cierra la trilogía rodando Mystery train, su película narrativamente más compleja y la más diferente respecto a las dos anteriores. Jarmusch prueba esta vez con el uso del color, reflejando de este modo el peculiar y extravagante argumento del filme: compuesto por tres historias independientes que ocurren simultáneamente en el mismo lugar, el Arcade Hotel de Memphis. Sólo un detalle, que será descubierto a medida que pasan los minutos, les une: la presencia, de uno u otro modo, del Rey del Rock, Elvis Presley.
En la primera historia, titulada Lejos de Yokohama, vemos a una pareja de jóvenes japoneses, Jun y Mizuko que llegan a Memphis a pasar unos días de vacaciones, especialmente atraídos por la figura del Rey del Rock que vivió y murió en su mansión Graceland de Memphis. Este corto está formado, escena tras escena, por lo que se conoce como “tiempos muertos”, es decir, tiempos sin transcendencia. Estos minutos son aprovechados por Jarmusch para mostrarnos la solitaria ciudad de Memphis: antes de que se hospeden en el hotel Arcade, hacen un recorrido por la ciudad, que destila melancolía y pasividad. La pareja japonesa pasa la noche en el hotel hablando sobre las diferencias y similitudes entre Memphis y Yokohama y comparando la figura y el mito de Elvis con otros grandes objetos o personas de leyenda: la Estatua de la Libertad, Madonna,…

Un fantasma es el título del segundo corto de Mystery train. En él, como en todas las películas aquí comentadas, Jarmusch vuelve a la figura del extranjero, esta vez se trata de una joven italiana que espera un vuelo en Memphis para transportar el cadáver de su marido de vuelta a Roma. Después de volver a hacer un recorrido por las depresivas calles de Memphis y de dejarse engañar dos veces, se hospeda en el hotel Arcade. Allí comparte habitación con una chica de la ciudad que va a huir al día siguiente para intentar olvidar a su ex novio “Elvis”, personaje delincuente que será protagonista en el siguiente corto. Durante la noche en el hotel, a Luisa, la mujer italiana, se le aparece el fantasma del verdadero Elvis. Simplemente se disculpa por haber aparecido en el lugar equivocado y vuelve a desaparecer. Luisa, después de está mística experiencia, queda inmersa en un estado de alucinación durante toda la noche. Al día siguiente, las dos mujeres se despiden y, justo antes de abandonar la habitación, al igual que la pareja asiática, escuchan un disparo de pistola.

Por último, el tercer corto titulado Perdidos en el espacio nos da la clave de unión entre los tres episodios independientes. Este capítulo comienza con el protagonista, Johnny, y su amigo en un bar emborrachándose. Johnny está especialmente deprimido porque, además de perder su trabajo, también ha perdido a su novia (la compañera de habitación de Luisa en el corto anterior). Por culpa del alcohol y el mal genio se pone a “juguetear”en el bar con un pistola cargada. Su amigo llama a otros compañeros para que acudan a calmarle antes de que sea demasiado tarde. Cuando por fin lo consiguen sacar del bar, hacen una parada en una licorería donde, casi de manera inconsciente, dispara al dueño en el pecho y lo mata. Los tres amigos salen corriendo y huyen del lugar. No saben donde ir, pero finalmente van al hotel donde se concentran todos los personajes de Mystery train, al Arcade. El dueño del hotel es el cuñado de uno de ellos y les deja, sin hacerles preguntas, una habitación para que se refugien. Allí, tras pasar la noche totalmente alcoholizados, Johnny intenta suicidarse, el hermano de su ex novia (que es uno de los dos amigos que le acompañan) lo intenta parar y se lleva accidentalmente el disparo en una pierna. A partir de este momento, huyen intentado buscar un hospital donde no los atrape la policía. En los últimos minutos de la película, el coche en el que huyen los tres protagonistas de este último corto se cruza con el tren en el que la pareja de japoneses vuelven de las vacaciones y en el que va también Dee Dee, la ex novia de Johnny, en busca de otro entorno donde vivir.
En Mystery train la figura de un mito tan potente como Elvis da significado de tres maneras distintas a las vidas de los personajes principales, totalmente independientes entre ellos. Jarmusch con su gusto por revisar su país, en esta cinta disfruta tratando el mítico sur de Estados Unidos ligado al blues y el rock. La figura del mayor mito musical de la historia del sur de Estados Unidos funciona en tres niveles diferentes. En el primero y más simple, como un chiste que sirve de conexión entre los tres cortometrajes durante todo el rodaje, especialmente en dos casos: la figura del rey en un cuadro en todas las habitaciones del hotel a la que, ni mucho menos, se ignora y la canción Blue moon que en las tres historias escuchan los protagonistas.
Jarmusch también muestra como la cultura japonesa siente profunda admiración por los mitos, las fábulas y leyendas de Estados Unidos. Pero no desde un sentido de interés por la investigación o por la Historia, sino abrazando únicamente la vertiente más superficial, la que se ve en la televisión, la que se estampa en las camisetas. Así Mizuko, la joven japonesa, dedica parte de la noche en el hotel a seguir completando un álbum que elabora cuidadosamente, donde compara el rostro de Elvis con estatuas populares y con otros mitos similares (la Estatua de la Libertad, Madonna, etc.). Por ello, viven del mito, de la superficialidad, de la realidad fantástica que esconden todas las figuras que fascinan a los individuos por el hecho de que han fascinado a muchos tiempo atrás.

Mientras que la pareja de japoneses se mueven en busca del mito, Luisa, la mujer italiana protagonista de la segunda historia, entra en Memphis por casualidad. No obstante, a ella también le afectan las peculiares tradiciones del sur de Estados Unidos. El director de Flores rotas (Broken flowers, 2005) nos muestra como cada persona que pisa el sur de Estados Unidos entra en contacto con su legado histórico, voluntaria o involuntariamente. De hecho, en un bar un hombre le cuenta una gran historia sobre un encuentro que tuvo con el verdadero Elvis, en el que le regaló un peine para que se lo diera precisamente a ella, a una chica llegada de Roma. Lógicamente, la joven italiana no se lo cree, y aún así, para quitárselo de encima, le da el dinero que le pide. Posteriormente, en el hotel ve al verdadero fantasma… ¿es fantasía? ¿es realidad? ¿no es la realidad más que las fantasías que crea nuestra mente? Esto es lo que parece preguntarse Jarmusch. Si la figura de Elvis era admirada por la pareja japonesa, en el tercer corto se da la visión inversa de la estrella de rock. Johnny, debido a su aspecto físico muy similar al de Elvis, no soporta verlo, y lo primero que hace al llegar al hotel es pedirle a su compañero que dé la vuelta al cuadro en el que aparece el rostro de la estrella, que está harto de ver su cara en todos lados. Así, en Mystery train la figura-mito pasa de ser adorada a ser despreciada, pero nunca indiferente.


En este filme todos los personajes parecen estar algo dementes, desequilibrados, y aunque son completamente distintos entre ellos, sí hay una frase que se repite en los tres grupos de los distintos cortos: “¡Vaya hotel, ni siquiera tiene tele!”. La televisión y los medios que ayudan a abstenerse de sus vacías y solitarias vidas, este objeto es el que buscan para seguir pasando sus días, apartados de la realidad.

Extraído de (pincha en el cartel):



LIT. UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Ahora hablemos de películas. Sofia Coppola desarrollo su historia de amor y soledad en Tokio en Lost in translation, película de la que habla el siguiente comentario:

Soledades compartidas y emoción intensa

Hay ocasiones en las que los silencios resultan mucho más elocuentes que las palabras, por bien escritas que estén o por muy convincentes que suenen. Hay veces en las que la emoción resiste cualquier tipo de aná-lisis, momentos mágicos en los que la pantalla transmite algo que se te mete por los ojos y va directamente a lo más profundo, a tu corazón, a tu estómago o a donde sea que se esconde esa parte de nosotros que no entiende de razones y explicaciones, que se limita a sentir y a conectarse con una emoción pura que rompe la barrera entre creador y destinatario de la obra convirtiendo a este último en cómplice de ese misterio que rodea a algunas películas que parecen hechas expresamente para uno mismo. Suelen ser obras que apelan a lo más elemental, al tema más universalmente retratado (no ya por el cine, sino por cualquier manifestación artística) y al mismo tiempo, fuente inagotable de historias: el amor, la necesidad de afecto, la huida de la soledad, de ese vacío emocional que parece tan intrínseco al ser humano.

  De todo ello habla "Lost in translation", película que pertenece a ese raro grupo de obras inclasificables, que se resisten a cualquier etiqueta, bien porque su naturaleza escapa a las mismas, bien porque cualquier calificativo que pueda hacerse sobre ella afronta el riesgo de quedarse corto o, al menos, resultar insuficiente para abarcar su peculiar condición, precisamente porque su importancia va mucho más allá de las palabras. A ese grupo privilegiado pertenecen obras tan distintas entre sí en planteamientos y resultados como "Breve encuentro" (David Lean, 1945), "Los puentes de Madison" (Clint Eastwood, 1993), "Antes del amanecer" (Richard Linklater, 1994), "Una relación privada"  (Frederick Fonteyne, 1999), o "Deseando amar (In the mood for lo-ve)" (Wong Kar Wai, 2000); pero películas todas ellas en las que se parte del argumento más elemental del mundo, (un hombre, una mujer y la relación que se establece entre ellos) para reflexionar sobre lo que muchos consideramos como la parte más esencial de la vida, ese universo tan maravilloso y apasionante como fugaz y frágil al que todos aspiramos a vivir con toda su intensidad al menos una vez a lo largo de nuestra existencia. No existe aspiración más humana y universal que esa necesidad de compartir, de crear, de sentir y abandonarse en el que está a tu lado, más allá de su condición de pareja, amante, esposo, objeto del deseo o casual coincidencia en tu vida.

  Bob es un actor maduro que ha sobrepasado la cincuentena. Su presencia en Tokio tiene que ver con un suculento contrato publicitario para promocionar una marca de whisky, pero se percibe con facilidad que huye de un cierto naufragio existencial (“¿Tengo que preocuparme, Bob?”, le dice su esposa al móvil, “Sólo si tú quieres”, contesta él). Charlotte es una veinteañera recién casada con un fotógrafo demasiado ocupado con sus obligaciones laborales al que ha acompañado a la misma ciudad y en la que rápidamente se encuentra sola, intentando comprender ese vacío que empieza a sentir en su interior (“Hoy he estado en un templo budista, había monjes rezando en voz alta y no he sentido nada”, confiesa entre lágrimas de impotencia a una amiga al teléfono) y que la hace sentirse más y más perdida. Ambos comparten un espacio común, un aséptico e impersonal hotel que, en cierto modo, les protege del otro gran protagonista de la historia: la misma ciudad de Tokio, una urbe alienígena que no llega a ser hostil, pero está llena de luz de neón, ruido y de una cultura extraña que aumenta aún más su confusión interior, esa indefinible sensación de vacío y de pérdida. Están destinados a encontrarse y a entenderse.

  Sofia Coppola, que ya nos sorprendió agradablemente en su momento con esa película tan personal, atrevida y extrañamente poética que era "Las vírgenes suicidas", aborda la peripecia de es-tos náufragos existenciales a la deriva, desplazados tanto física como emocionalmente, desde una perspectiva tan brillante como sensible. En un tiempo en el que el cine parece depender como nunca del diálogo como medio de expresión, ella busca constantemente la imagen, el silencio y las miradas cómplices para recrear una de las historias de amor más fascinan-tes y hermosas de los últimos tiempos. Más allá de que domine ese equilibrio siempre difícil de conseguir entre drama y comedia (administrando hábilmente las dosis de humor que provoca la mira-da entre irónica y desconcertada de un Bill Murray inmerso en la incomprensible cultura nipona con la amarga sensación de incómoda soledad que desprende Scarlett Johansson en la habitación de su hotel, mientras contempla desde su ventana la ciudad), Coppola consigue que el proceso de acercamiento entre dos seres tan aparentemente opuestos sea tan natural como inevitable. Dos personas que no saben nada el uno acerca del otro, que están de paso en esa ciudad inescrutable, pero que disponen del tiempo suficiente para compartir sus soledades y cruzarse de forma silenciosa, casi imperceptible, intimidades que ocultan a sus seres queridos y hasta a sí mismos.

  La comunicación de estos dos personajes está construida por esas miradas de comprensión de dos personas que, mucho más allá de sus evidentes diferencias, reconocen el uno en el otro la misma necesidad de compartir parte de ese vacío que no son capaces de definir, mucho menos de expresar. Coppola crea un ambiente mágico en el que una copa nocturna en el deprimente bar del hotel, una película compartida en una habitación para combatir el insomnio, un alocado paseo por esa ciudad que parece fruto de una alucinación, una carta deslizada debajo de una puerta o una caricia furtiva se convierten a ojos del espectador en momentos de enorme fuerza en los que se respira una complicidad que supera cualquier barrera y que, lenta pero inexorablemente, crean unos profundos lazos de afecto entre ambos.

  Los protagonistas de "Lost in translation" saben de sobra que el tiempo que van a estar juntos es pasajero. Su relación es, qué duda cabe, una forma de romance, pero va mucho más allá de eso: la intimidad que Bob y Charlotte comparten no entiende de etiquetas fáciles. Decir que eso tan complicado de definir como lo que se suele llamar química existe entre los dos actores sería desde luego insuficiente ante la intensidad de la emoción que produce el con-tinuo diálogo de gestos, roces, miradas y sentimientos que se establece como un torrente entre ambos (la maravillosa secuencia de la conversación en la cama, coronada con un sublime detalle de sensibilidad o la conmovedora secuencia del karaoke son sólo dos ejemplos entre todo un océano de momentos memorables), un mapa de los muy distintos estados de ánimo que conforman el alma de la película.


  Más allá de la exquisita fotografía deLance Acord, de la compleja y ajus-tada banda sonora, del inteligente trabajo de puesta en escena de Coppola de su propio guión o la impresionante interpretación de dos actores entregados y sublimes, "Lost in translation" siempre perdurará en la memoria por un final apoteósico, de una belleza tal que provoca que broten con facilidad esas lágrimas que sólo pueden surgir de la emoción pura y nunca manipulada, un final tan inmejorable como inolvidable. No se extrañe si al terminar la proyección algo le duele y no sabe exactamente dónde: esta es una de esas películas que apuntan al interior de uno y remueven lo más profundo. Como esas palabras que, con suerte, a veces nos han susurrado al oído sin que nadie más las escuche.

Extraído de (pincha en el cartel):



LIT. UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Hay también otro cómic sobre sobre interculturalidad titulado Chino Americano, del que os ofrezco una reseña:

La historia que recoge y dibuja Gene Luen Yang en este American Born Chinese nos resulta conocida y cercana a la mayoría a poco que reflexionemos y nos adentremos en los últimos años de nuestra infancia y en los primeros de la adolescencia, donde todos tuvimos que buscar y encontrar nuestro hueco, nuestro lugar en el mundo. Desde la distancia de los años pasados, cada cual habrá seleccionado los recuerdos y tendrá así su visión más o menos edulcorada o amarga de aquellos años, aunque seguro que ni son todos tan dulces ni tan agrios: la lejanía y la memoria nos juegan buenas y malas pasadas, filtrando lo que nos viene según el momento vital actual, que -en gran medida- resulta de aquellos años.

Jin Wang es un niño de padres chinos nacido en los Estados Unidos, que se ve obligado a cambiar de ciudad y por tanto, de colegio, a mitad de lo que hoy es primaria (mañana, ya se verá), donde es el único de su clase de origen asiático, exceptuando a una niña de origen japonés (y americana, suponemos) con la que apenas si tiene relación: no quieren convertirse en el par que todo el mundo asocie por proximidad y se evitan tanto como pueden, aunque eso signifique estar (y sentirse) aislados. En estas condiciones, el protagonista se enfrenta al mundo solo, con el único apoyo de sus Transformers, que le recuerdan a su antiguo hogar, le dan cobijo y le sirven de referente para lo que podría llegar a ser su vida futura. También será, a través de estos robots cambiantes, como conocerá a su único amigo Wei-Chen Sun, un chino taiwanés, recién desembarcado al quien pondrá al día sobre el american way of life.

Al mismo tiempo, Gene Luen Yang nos cuenta dos historias más. Una, en la que sabemos del Rey Mono y su proceso para convertirse en dios, pues es lo que más desea y en esos esfuerzos, abandonar su naturaleza de mono, convirtiéndose en algo más de lo que ya es. En la otra, nos habla de un adolescente americano tipo, integrado en su instituto, pero que cada año recibe la visita de un pariente chino que pone ese pequeño mundo suyo, perfectamente ordenado, patas arriba y que le lleva a tener que cambiar de escuela después del terremoto que supone la nefasta visita china, por lo que cada curso se convierte en una nueva búsqueda de ese pequeño espacio y esperar que no se rompa por una nueva llegada desquiciante.


Estas tres historias, en principio paralelas -hasta ahí podemos contar- a nivel gráfico se nos presentan en un formato curioso y, suponemos, muy estudiado: nada en Chino Americano está dejado al azar, todo tiene una razón y un motivo, que no es aparente, pero que encaja a la perfección a medida que se avanza en la narración. En el espacio de la hoja, Gene Luen Yang delimita la parte central, dejando un amplio margen arriba y abajo, para llevar a cabo la historia, encuadrando dentro de un mismo marco, de igual tamaño en todo el tomo, las viñetas y la composición necesarias.

Este formato queda siempre a la altura de la lectura del ojo, que apenas si tiene que desplazarse de altura en la lectura de ésa y de las siguientes páginas, viéndose todo como un continuo muy cómodo y relajado.
También nos acompaña una sensación de limpieza y, curiosamente, de amplitud, que se ven potenciadas por un dibujo de trazo claro y limpio, sosegado, de sensación de paseo por los dibujos, de ser llevado y de dejarse llevar y de querer siempre más. Y lo obtenemos. American Born Chinese ofrece más, a través de localizaciones lejanas y extrañas, nos lleva por senderos de sentimientos y experiencias cercanas y conocidas sin esfuerzo, todo transcurre con la magia alrededor, pero sin que sea impuesto, está ahí rodeándolo todo para llenar de significado el resto que no tiene o parecía no tenerlo.

El color que lo inunda todo, tiene matices fríos, colores suaves y apagados: grises, verdosos y pardos, llenan los fondos, dejando que destaquen los personajes, que se atreven con colores más cálidos y que quedan así patentes como verdaderos protagonistas, con las expresiones corporales y, sobre todo, faciales como auténticos motores del dibujo.

Todo ello convierte la lectura de este Chino Americano es una delicia que te atrapa y que no puedes para de leer, de la que intentas desgranar todas las claves desde el principio, pero al mismo tiempo, te dejas llevar por la magia y por la cruda realidad, pasando de una a otra sin sobresaltos, pues te van dejando pistas para que llegues a tus propias conclusiones, identificándote, de forma a veces lejana, otras más cercana, con lo que está pasando y viviéndose. Es, en resumidas cuentas, un tebeo muy recomendable, que te mantendrá la mente despierta y despejada, sin dejar de lado el entretenimiento - como el humor, que brilla en todo el tomo- y el gusto de haber leído algo con sentido y sentimiento, hecho con meticulosidad y calidad, conociendo qué contar y cómo, sobreponiéndose a la supuesta localidad para contarnos temas universales y personales.

Extraído de (pincha en la portada):





LIT. UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Como os había comentado, os ofrezco manifestaciones culturales de cruces culturales, empezando por el cómic Piel color de Miel.

El viaje de la adopción 1970, Seúl.




El pequeño Jung Sik Jun recorre las calles del barrio de Namdaemun. Es un niño de 5 años de edad sonriente, espabilado y sabe dónde encontrar comida. Cerca de un mercado, un policía cambiará su destino y marcará el inicio del recorrido de la adopción. Un viaje que no termina en las manos de una familia, al contrario, es la casilla de salida. Su primera parada será el orfanato Holt, donde su expediente revela la fecha de nacimiento, el nombre completo, el color de su piel (miel) y otros datos de interés: … “el niño es dulce, gentil y muy guapo. Niño recomendado para la adopción”. Los vagos recuerdos de aquellos días, una didáctica explicación sobre la guerra de Corea y los conflictos posteriores (una importante contextualización para comprender el fenómeno de la adopción de niños coreanos) y el emotivo, recurrente e imposible deseo de encontrarse con su madre envuelven el segundo nacimiento de Jung. 1970, extrarradio francófono de Bruselas. Adoptado por una familia belga, a medida que crece y se adapta a su nueva situación, va perdiendo sus referentes coreanos. De hecho, la pérdida se convierte en rechazo y afloran los primeros sentimientos de abandono y desarraigo. Los juegos con sus hermanos en el bosquecillo cercano a su casa, las horribles pesadillas de infancia, la toma de conciencia de uno mismo, las dudas propias de la edad, las mentiras del miedo darán paso al despertar sexual, la sensibilidad artística, el entusiasmo por la cultura japonesa, los días de instituto … Un fresco, una fotografía de alguien que busca aceptarse a si mismo. Piel Color Miel es un excelente trabajo de introspección. Una terapia exenta de artificios que refleja el sentir de muchos que han vivido de forma similar su experiencia (especialmente el caso coreano, único en el mundo debido a sus causas históricas, económicas y sociales). Sin embargo, la originalidad de la obra está en la concepción de la adopción como un viaje que acaba cuando uno consigue superar el sentimiento de abandono, se enfrenta a la tragedia y, especialmente en el caso de Jung, acepta la diferencia.

En este sentido, lo plasmado por el autor bien podría ser una especie de manual sui generis sobre la adopción, muy didáctico y que aporta una nueva y esperanzadora visión. Una íntima guía para padres primerizos, ya que como se lee en sus páginas: “Nuestras adopciones no acaban el día en que nos recogen. Es sólo el comienzo de nuestro recorrido como adoptados. Avanzamos a tientas, a oscuras, sin saber adónde vamos. El apoyo y el amor de los padres son fundamentales …”.

Jung al desnudo

 Jung Sik Jun se adentra en las profundidades del alma, de sus recuerdos y de sus fantasmas para confesar, con el temple del paso de los años, todos sus sentimientos. Comparte con el lector secretos, traumas y reflexiones profundas de gran emotividad. Un extraordinario esfuerzo, un exorcismo liberador, consciente de que aún le queda camino que recorrer. Una terapia donde los lápices, naturales, veraces y alegres, trasladan media vida de lucha interna. Un conflicto que, como apunta el propio Jung, se manifiesta en todos sus trabajos con las constantes: abandono, desarraigo, identidad y Asia.


Desde el cariño y el respeto, adornados con un entrañable sentido del humor, Piel color Miel respira optimismo, sabiduría y sinceridad. Así lo demuestra su propuesta artística, un blanco y negro liberado de estructura predefinida, combinando multitud de composiciones de página y enfatizando los momentos clave con viñetas metafóricas. El trazo del dibujo, con toques “abocetados”, es cercano y cálido. Un estilo magnífico para retratar la infancia y la adolescencia. En este aspecto, la independencia en la forma contrasta con el resto de sus obras. Sin ataduras, Jung ha logrado una grata sorpresa editorial y una parada obligatoria para los amantes del cómic.

No estamos ante un manhwa, sino ante un BD en mayúsculas de un autor que promete seguir contando su apasionante viaje. Para los que desconozcan a este artista, es obligado mencionar que después de cursar humanidades en el Ateneo Real Rixensart, ilustración en la Academia de Bellas Artes de Bruselas y animación en laEscuela de Arte de la CambreJung consiguió publicar dibujos para obras tan populares comoSpirou y Tintin y para la Belgian Business Magazine. Entre sus obras más conocidas destacan La Jeune fille et le vent con Martin Ryelandt y Kwaidan junto con Lee-Yun, su esposa.

Extraído de (pincha la portada):



lunes, 7 de abril de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

En el Babelia de este sábado (5 de abril) apareció el siguiente artículo dedicado a Marguerite Durás, que considero una muy buena contribución al tema de la mujer en la literatura y, al mismo tiempo, la transculturalidad.



Mar­gue­ri­te Du­ras, año 100

Na­ci­da en Viet­nam y fa­lle­ci­da en Pa­rís, la no­ve­lis­ta, dra­ma­tur­ga, guio­nis­ta y ci­neas­ta de las mil ca­ras, rup­tu­ras y com­pro­mi­sos si­gue fas­ci­nan­do. En el cen­te­na­rio de su na­ci­mien­to, La Pléia­de pu­bli­ca to­dos sus li­bros y los tea­tros re­es­tre­nan sus obras. 

 

[...] Ayer hi­zo 100 años que Mar­gue­ri­te Du­ras na­ció en la Con­chin­chi­na. El lu­gar se lla­ma­ba Gia Dinh, cer­ca de Sai­gón, en lo que hoy es Viet­nam y en­ton­ces era la In­do­chi­na fran­ce­sa. Es­cri­to­ra, dra­ma­tur­ga, guio­nis­ta y di­rec­to­ra y pro­duc­to­ra de ci­ne, Mar­gue­ri­te Ger­mai­ne Ma­rie Don­na­dieu fue qui­zá la mu­jer más ac­ti­va e in­quie­ta y la au­to­ra más plu­ral y di­ver­sa de su épo­ca, una re­no­va­do­ra del tea­tro, la no­ve­la y el ci­ne de su tiem­po, una agi­ta­do­ra po­lí­ti­ca y cul­tu­ral que se atre­vió a rom­per las ca­de­nas y las con­ven­cio­nes mu­cho an­tes de que los ca­cho­rros de Ma­yo prohi­bie­ran prohi­bir.
[...]
 En ple­na ma­du­rez, pe­ro siem­pre in­quie­ta e in­sa­tis­fe­cha, Du­ras co­no­ció un éxi­to for­mi­da­ble: en 1984 ga­nó el Pre­mio Gon­court con El aman­te, una au­to­fic­ción so­bre su ado­les­cen­cia orien­tal que se ha­ría to­da­vía más cé­le­bre por su adap­ta­ción al ci­ne. La ver­sión de Jean-Jac­ques An­naud ba­tió ré­cords de ta­qui­lla, pe­ro Du­ras re­ne­gó por com­ple­to: “No ten­go na­da que ver con esa pe­lí­cu­la. Es un fan­tas­ma de un tal An­naud”, di­jo. En 1991, re­es­cri­bi­ría el li­bro con el tí­tu­lo El aman­te de la Chi­na del Nor­te.  Allí es­ta­ba su in­fan­cia, cos­mo­po­li­ta, co­lo­nial y pre­coz, trans­cu­rri­da en la es­cue­la de Gia Dinh, que di­ri­gía su pa­dre, Hen­ri Don­na­dieu, mien­tras su ma­dre tra­ba­ja­ba co­mo maes­tra: el prin­ci­pio de la sen­sua­li­dad, la pri­me­ra re­gla, las pri­me­ras vio­la­cio­nes de las re­glas, las es­ca­pa­das, el río de la vi­da, el se­xo, el arro­bo… El mis­mo es­pí­ri­tu trans­gre­sor que re­crea­ría de for­ma más ex­plí­ci­ta en Hi­ros­hi­ma mon amour, la pe­lí­cu­la de Alain Res­nais, que Du­ras es­cri­bió en 1959, con la pre­sen­cia de áni­mo su­fi­cien­te pa­ra co­nec­tar se­xo y muer­te —su pa­dre ha­bía muer­to en la me­tró­po­li cuan­do ella te­nía sie­te años—.

Las fo­tos la traen del pa­sa­do con el ci­ga­rri­llo en­tre las ma­nos, me­nu­da y es­qui­va, las ga­fas gor­das de pas­ta. Su bio­gra­fía es­tu­vo he­cha de idas y vuel­tas, y su obra de mun­dos le­ja­nos e ín­ti­mos, muy po­co tran­si­ta­dos por la li­te­ra­tu­ra, es­pe­cial­men­te por l a li­te­ra­tu­ra es­cri­ta por mu­je­res. Du­ras eli­gió su seu­dó­ni­mo en ho­me­na­je a la ciu­dad fran­ce­sa don­de vi­vió bre­ve­men­te en los años vein­te, pe­ro en­se­gui­da su ma­dre nó­ma­da de­ci­dió vol­ver a Cam­bo­ya, y de nue­vo a Viet­nam, an­tes de me­ter­se a te­rra­te­nien­te, arrui­nar­se y de­jar a sus tres hi­jos en la mi­se­ria. Mar­gue­ri­te lo­gra­ría ha­cer el ba­chi­lle­ra­to de Fi­lo­so­fía, vol­vió a Fran­cia, em­pe­zó De­re­cho, ter­mi­nó Cien­cias Po­lí­ti­cas y en 1938 se co­lo­có de se­cre­ta­ria en el Mi­nis­te­rio de las Co­lo­nias.

Un año des­pués, se ca­sa­ría con el poe­ta Ro­bert An­tel­me, y jun­tos lu­cha­ron en la Re­sis­ten­cia con­tra la ocu­pa­ción na­zi, aun­que ella no tar­da­ría en echar­se un aman­te y en pu­bli­car su pri­me­ra no­ve­la, Les Im­pu­dents (1943), ya con el seu­dó­ni­mo Du­ras. En 1944, su gru­po de re­sis­ten­tes ca­yó en una em­bos­ca­da; la he­roí­na con­si­guió es­ca­par gra­cias a Jac­ques Mor­land (el nom­bre de gue­rra de Fra­nçois Mit­te­rrand). An­tel­me fue de­por­ta­do a Bu­chen­wald y Da­chau. Allí lo en­con­tra­ría Mit­te­rrand en 1945, en­fer­mo de ti­fus. A su re­gre­so, An­tel­me es­cri­bi­ría un li­bro de re­fe­ren­cia so­bre los cam­pos de con­cen­tra­ción na­zis, La es­pe­cie hu­ma­na (1947).

Du­ras tam­bién con­ta­ría esa eta­pa en su re­la­to El do­lor. La pa­re­ja se hi­zo mi­li­tan­te co­mu­nis­ta y se di­vor­ció en 1946. Du­ras tu­vo un hi­jo –Jean— con su nue­va pa­re­ja, el es­cri­tor Dionys Mas­co­lo, en 1947. An­tel­me fue co­mu­nis­ta has­ta 1956. Du­ras lo de­jó un año an­tes. Más tar­de, los dos com­par­ti­rían otra cau­sa no­ble: la opo­si­ción a la gue­rra de Ar­ge­lia. An­tel­me mo­ri­ría en 1990.

An­tes de eso, en 1984, Du­ras se en­con­tró con Mit­te­rrand una no­che en un res­tau­ran­te. Aca­ba­ba de ga­nar el Gon­court y le di­jo al pre­si­den­te: “¡Aho­ra soy más cé­le­bre que us­ted!”. Tam­bién di­jo que nun­ca ha­bía men­ti­do en un li­bro, y que “lo que es­tá en los li­bros es más ver­da­de­ro que lo que el au­tor ha vi­vi­do”. Se­gún su bió­gra­fa, Lau­re Ad­ler, “Du­ras in­ven­tó una nue­va for­ma de es­cri­tu­ra can­ta­da y ha­bla­da”.  Pe­ro in­ven­tó tam­bién una for­ma de vi­da nue­va, li­bre, fe­me­ni­na y fe­mi­nis­ta, so­li­ta­ria y co­lec­ti­va, di­ver­ti­da y po­lé­mi­ca, he­cha de ex­ce­sos, re­nun­cias y li­ber­tad, de mi­li­tan­cia y agi­ta­ción.

Su his­to­ria y su obra múl­ti­ple han lle­ga­do al cen­te­na­rio de su na­ci­mien­to con la fuer­za con­te­ni­da que siem­pre tu­vie­ron. Una de­ce­na de obras tea­tra­les se re­pre­sen­ta­rán es­te año; el 13 de ma­yo La Pléia­de pu­bli­ca­rá sus obras com­ple­tas, y el Ayun­ta­mien­to de Pa­rís ha or­ga­ni­za­do de­ba­tes y con­fe­ren­cias en su ho­nor.

Des­pués de es­cri­bir do­ce­nas de no­ve­las que guia­ron los pa­sos del nou­veau ro­man, de con­ver­tir­se en una he­te­re­do­xa de la nou­ve­lle va­gue y de in­fluir en es­cri­to­res y ar­tis­tas de to­das las dis­ci­pli­nas po­si­bles, Du­ras se apa­gó el 3 de mar­zo de 1996, en el ter­cer pi­so de su ca­sa del nú­me­ro 5 de la Rue Saint-Be­noît. [....] So­bre su tum­ba, en el ce­men­te­rio de Mont­par­nas­se, sus aman­tes y se­gui­do­res si­guen de­po­si­tan­do to­da­vía hoy flo­res y re­cuer­dos. En la lá­pi­da se pue­de leer su nom de plu­me, Mar­gue­ri­te Du­ras, dos fe­chas y sus ini­cia­les: M. D.


martes, 11 de febrero de 2014

LITERATURA UNIVERSAL: AMÉLIE NOTHOMB

Os ofrezco la reseña de la última obra de Amélie Nothomb, publicada en el suplemento Babelia (periódico El País) de este sábado, 8 de febrero:



Amé­lie Not­homb y el lo­bo fe­roz

 La ex­cén­tri­ca na­rra­do­ra bel­ga na­ci­da en Ja­pón se di­vier­te re­es­cri­bien­do la fá­bu­la Bar­ba Azul de Char­les Pe­rrault y la trans­for­ma en una bri­llan­te obra de ma­du­rez

 Por Ja­vier Apa­ri­cio May­deu


SE ESTRENÓ CON Hi­gie­ne del ase­sino (1992) in­tro­du­cien­do a un pre­mio No­bel de li­te­ra­tu­ra en una his­to­ria som­bría, y aho­ra pu­bli­ca Bar­ba Azul me­tien­do a una as­tu­ta don­ce­lla y a otro ase­sino, es­te su­ma­men­te hi­gié­ni­co y muy dis­tin­gui­do, en otra his­to­ria som­bría. En me­dio, una fre­né­ti­ca tra­yec­to­ria pro­lí­fe­ra de his­to­rias mar­ca­das por la ex­cen­tri­ci­dad, los sa­ga­ces y bri­llan­tes diá­lo­gos de guio­nis­ta del Holly­wood de los cua­ren­ta o cin­cuen­ta, y un ex­qui­si­to com­bi­na­do de mis­te­rio, fan­ta­sía y ab­sur­do siem­pre con una guin­da de ta­len­to en su in­te­rior. Cos­mé­ti­ca del enemi­go (2001) y su an­gus­tio­sa lu­cha dia­léc­ti­ca en­tre el em­pre­sa­rio An­gust y el in­cor­dian­te Tex­tor Te­xel; Es­tu­por y tem­blo­res (1999), su dia­tri­ba au­to­bio­grá­fi­ca con­tra el en­fer­mi­zo mun­do em­pre­sa­rial ja­po­nés, to­do un best se­ller in­ter­na­cio­nal, o Una for­ma de vi­da (2010) y su com­ba­te li­te­ra­rio en­tre una tal Amé­lie Not­homb y un sol­da­do con el que se es­cri­be mis­ti­fi­can­do las con­ven­cio­nes de la fic­ción, es­to es, un com­ba­te en­tre el au­tor y su lec­tor.
Ex­cén­tri­ca y pro­vo­ca­ti­va, Not­homb ha re­es­cri­to la fá­bu­la si­nies­tra de Pe­rrault, Bar­ba Azul, con el per­tur­ba­do aris­tó­cra­ta es­pa­ñol Ele­mi­rio (A)Ni­bal y (A)Míl­car y la jo­ven bel­ga Sa­tur­ni­ne Puis­sant (fuer­te, po­de­ro­sa) —los an­tro­pó­ni­mos de Not­homb son an­to­ló­gi­cos— que, ha­bi­tan­do en Pa­rís en ré­gi­men de coin­qui­li­na­to, van des­cu­brién­do­se el uno al otro de la mano de diá­lo­gos re­ga­dos siem­pre con cham­pag­ne y de­li­ran­tes dis­qui­si­cio­nes acer­ca de Eros (con Tá­na­tos al ace­cho por­que sin iró­ni­ca me­ta­fí­si­ca o sin mis­te­rios claus­tro­fó­bi­cos no se­ría Not­homb), de la In­qui­si­ción es­pa­ño­la, de la re­la­ción en­tre una cá­ma­ra Po­la­roid y la in­mor­ta­li­dad del al­ma o de la gas­tro­no­mía del hue­vo, la zar­zue­la y el ca­viar, y con ex­tra­via­das con­ver­sa­cio­nes so­bre teo­lo­gía mís­ti­ca, con el Ars Mag­na de Llull de li­bro de ca­be­ce­ra, y una lec­tu­ra pa­ró­di­ca de la Bi­blia y del pa­sa­do im­pe­rial, en una man­sión de­men­cial en la que las ar­ma­du­ras de oro con­vi­ven con la co­lec­ción de gor­gue­ras ba­rro­cas, las ca­mas con do­sel y una es­tan­cia prohi­bi­da que, jun­to al Ca­tá­lo­go uni­ver­sal de los co­lo­res de Amé­lie Ca­sus Be­lli y sus de­vas­ta­do­res efec­tos en la men­te de Ele­mi­rio, cons­ti­tu­ye el eje de la tra­ma, mo­ra­da en la que el qui­jo­tes­co aris­tó­cra­ta es­pa­ñol (“no me ne­ga­rá que el Qui­jo­te es el col­mo de lo es­pa­ñol”) en­car­na una de­for­ma­ción es­per­pén­ti­ca del mí­ti­co pa­sa­do glo­rio­so (y una me­tá­fo­ra de la se­nec­tud so­ber­bia, pe­ro per­tur­ba­da), y la jo­ven Sa­tur­ni­ne a Su­sa­na en­tre los vie­jos, a una as­tu­ta Ce­ni­cien­ta y al prag­má­ti­co pre­sen­te tec­no­ló­gi­co (y una me­tá­fo­ra de la ju­ven­tud frí­vo­la, pe­ro pers­pi­caz). El cuen­to del aris­tó­cra­ta ma­lo y la don­ce­lla bue­na, o de la Ca­pe­ru­ci­ta lis­ta ju­gan­do al aje­drez con el lo­bo fe­roz, o el cuen­to de có­mo se­ría la re­la­ción en­tre el so­ber­bio con­de-du­que de Oli­va­res y la as­tu­ta Ma­rion Co­ti­llard, en­tre de­li­cias cu­li­na­rias, cuar­tos os­cu­ros y al­gún ca­dá­ver en los pos­tres (¿el de Di­gi­ta­li­ne, “de ve­ne­no­sa be­lle­za”, por ejem­plo, una de las in­qui­li­nas des­apa­re­ci­das an­tes de que Sa­tur­ni­ne —Poi­rot— Puis­sant lle­ga­se?). Una fá­bu­la atroz de la sal­va­je na­tu­ra­le­za hu­ma­na que so­lo la cul­tu­ra (mi­to­lo­gía, ico­no­gra­fía y el hu­mor —“ad­mi­ro que co­ma tan­to y si­ga es­tan­do del­ga­da”, di­ce el an­fi­trión; “a eso se le lla­ma ju­ven­tud, ¿re­cuer­da?”, le dis­pa­ra la jo­ven­ci­ta co­mo un dar­do en­ve­ne­na­do; “el in­ven­tor del cham­pán ro­sa­do lo­gró jus­to lo con­tra­rio que la bús­que­da de los al­qui­mis­tas: trans­for­mó el oro en gra­na­di­na”, ase­gu­ra Ele­mi­rio—) pue­de do­mes­ti­car. Not­homb en ple­na for­ma. Lú­di­ca (“blu­sa cás­ca­ra de hue­vo de cue­llo me­ren­gue, en po­li­es­ti­reno ex­pan­di­do”), ex­tra­va­gan­te e iró­ni­ca (“el con­cep­to de sus­ti­tu­ción es­tá en la ba­se del desas­tre de la hu­ma­ni­dad. Fí­je­se en Job”), tra­vie­sa o per­ver­sa, pe­ro eru­di­ta y su­til.
Su Bar­ba Azul es una no­ve­la bre­ve —un di­ver­ti­men­to más pa­ra su co­lec­ción, di­rán al­gu­nos aña­dien­do “me­ro” an­tes de “di­ver­ti­men­to”—, pe­ro real­men­te im­por­tan­te en su im­pa­ra­ble tra­yec­to­ria. Tal vez es­te­mos an­te una obra sin­té­ti­ca pre­ci­sa­men­te por­que es una obra de au­tén­ti­ca ma­du­rez, co­mo si Not­homb fue­ra el pia­nis­ta vir­tuo­so que ya to­ca a la per­fec­ción y se per­mi­te li­cen­cias cóm­pli­ces con su mo­do de in­ter­pre­tar sa­bién­do­se de me­mo­ria la par­ti­tu­ra por­que la ha ima­gi­na­do an­tes de sa­lir al es­ce­na­rio en blan­co de la pá­gi­na Word de su or­de­na­dor. La in­fa­ti­ga­ble ima­gi­na­ción de la au­to­ra se di­vier­te aquí ju­gan­do al ga­to y al ra­tón con el lec­tor, que siem­pre en sus no­ve­las in­ter­pre­ta el rol del ra­tón, y que así sea por mu­chos años, pe­ro en reali­dad he aquí el com­ba­te de es­gri­ma en­tre do­ña Amé­lie Not­homb y su pro­pio y bri­llan­te in­ge­nio. Que el lec­tor juz­gue quién ha ven­ci­do (ah, pe­ro que no se pier­da la co­lec­ción de vír­ge­nes de Sa­la­man­ca ali­nea­das so­bre un te­le­vi­sor).