CAMBIO
Frente al espejo del baño, Rita
Ferrara se alisa las bolsas bajo los ojos con el mismo cuidado con que cinco
minutos antes ha estirado el edredón de su cama. Mientras se examina las raíces
canas del pelo y se recuerda que también debe comprar tinte, no deja de
convencerse de que, pese a todo, la que tuvo retuvo. Se ahueca el moldeado, sus
pendientes centelleando con destellos de quiero y no puedo bajo el halógeno. Avanza
por el pasillo limpiando con la manga de la bata, mustia y descolorida, las
fotografías y recortes de periódico, igual de mustios y descoloridos, que
cuelgan sobre el papel floreado de la pared: Rita Ferrara durante su concierto
en Las Vegas, Rita Ferrara junto a Dean Martin y Rosemary Clooney, el disco de
oro de Rita Ferrara, Rita Ferrara acompañada al piano por Renato Carosone en el
Carnegie Hall.
Rita Ferrara esquiva a Gigi, que
le mordisquea las zapatillas entre gruñidos, mientras canturrea The Night
They Invented Champagne, en parte en honor al caniche, en parte para acallar
los reproches que llegan desde el dormitorio de su madre nonagenaria. No te
atreverás a dejar de nuevo sola a tu pobre madre inválida, Agata Margherita
Ferrarini. No te atreverás, ingrata. Cómo puedes hacerle esto a la que te ha
dedicado su vida entera, desgraciada. Rita Ferrara se repite que es Rita
Ferrara, que la mojigata Agata Margherita Ferrarini quedó hace años en el
Harlem y que lo único que tiene que agradecerle a su misa diaria es haber
cantado en el coro de la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Rita
Ferrara introduce una prótesis en la copa derecha del sostén, se coloca los
pechos, el propio y el postizo, con un gesto enérgico y se dice que, al fin y
al cabo, puede que sí le quede algo de Agata Margherita Ferrarini,
especialmente de Agata. Y acaricia la estampita de la santa que conserva en el cajón
de la cómoda aunque se haya convencido de que a estas alturas ya no merece la
pena creer en según que cosas. Rita Ferrara se recompone. En precario
equilibrio e ignorando las costuras quejumbrosas y dadas de sí, se embute en un
vestido de raso color carmín mientras maldice el momento en que olvidó la
mayoría de los buenos propósitos para ese año, dieta incluida. Pinta sus labios
a juego con habilidad y rapidez de corista acostumbrada al ajetreo entre número
y número.
Rita Ferrara se calza unos
tacones de aguja, coge su bolso y su visón al vuelo y a Gigi con ternura de
madre putativa, y se dirige hacia la puerta de casa. Con la piel al hombro, el
bolso bajo la axila derecha y el caniche bajo la izquierda, a punto de girar el
pomo, un nudo en el estómago le recuerda que ha olvidado algo, pero decide que,
de todos sus buenos propósitos para ese año, no volver a empezar la mañana con
un trago de bourbon es uno de los pocos que merece la pena respetar. Especialmente
después del bochorno de hace un par de meses. Su documentación, por favor.
Saque también las gafas de la guantera. Va a tener que acompañarme a comisaría.
Una abolladura es lo menos grave que podía haberle pasado. Rita Ferrara insiste
en que ella es Rita Ferrara. Una señora de su edad no debería conducir, y con
más razón si se empeña en no usar las gafas y se ameniza el viaje con una
petaca. Puede meterse sus opiniones por donde le quepan, agente.
Rita Ferrara sale por la puerta
meneando la cabeza para diluir el sofoco, ya que hoy no va a poder ahogarlo en bourbon,
y conteniendo como puede a Gigi, que se revuelve y ladra impaciente. Lanza el
visón a la parte trasera de su Eldorado blanco, que, con la abolladura y sin
uno de sus faros, le guiña y le hace una mueca. El caniche, de un salto
artrítico y no demasiado grácil, se apodera del asiento del copiloto. Entre
jadeos observa cómo Rita Ferrara se coloca al volante y arranca a trompicones
el cadillac. Sin gafas, por supuesto, pero con su gran y único éxito tronando
en el radiocasete. Hey, mambo, no more a mozarella. Hey, mambo, don’t wanna
tarantella. A la mierda, Donna Summer. ¿Quién dijo que el mambo está pasado
de moda? Gigi asoma su hocico tras el el parabrisas y lo apoya sobre el
retrovisor. Con los ojos entornados por el viento, suelta ladridos agudos y
desacompasados a lo que él entiende que es el ritmo de la música. Rita Ferrara
premia su entusiasmo con unas palmaditas en el lomo.
Como casi todas las mañanas desde
hace un mes, Rita Ferrara atraviesa Hollywood y conduce hacia la Pequeña
Armenia. Encontrar una lavandería en la que todavía no haya estado no es tarea
fácil, sobre todo sin gafas y fuera de los bulevares principales, pero no
recuerda haber pisado nunca Safarian, con su cartel azul celeste repleto de
burbujas de neón y sus lavadoras brillando a través del ventanal. Rita Ferrara considera
que es tan buena opción como cualquier otra, si no mejor, flanqueada por un
supermercado y una tienda de mascotas, así que aparca frente a la entrada. En
el espacio reservado para minusválidos, porque Rita Ferrara, según en qué
momento y para qué cosas, asume ser una señora de cierta edad y con
dificultades para caminar.
Rita Ferrara deja a Gigi en el
coche. Con la lengua fuera, colgando ladeada, el perro observa el visón
pendulando sobre el trasero carmesí de su dueña al atravesar el aparcamiento. Antes
de entrar a la lavandería, Rita Ferrara se cerciora de que no haya demasiados
clientes que puedan percatarse de su presencia. Empuja entonces la puerta,
busca la máquina de cambio y comprueba que esté en un lugar discreto. Acerca
una silla a la máquina. Se sienta. Rita Ferrara respira hondo. Rita Ferrara respira
hasta que su corazón late al compás de las secadoras. Rita Ferrara saca un
billete de veinte dólares del bolso y lo introduce en la máquina. Mientras la
boca cromada escupe monedas con estrépito, Rita Ferrara, con los ojos cerrados,
resuella y clava las uñas en su bolso. Rita Ferrara recoge apresuradamente el
cambio y vuelve a alimentar la máquina con otro billete de veinte. Y otro. Y
otro. Y otro más. Hasta que su corazón late a muchas más pulsaciones que las
revoluciones de las secadoras y ni él ni su bolso dan más de sí.
Rita Ferrara se sobrepone al
vértigo y sale de la lavandería Safarian con toda la serenidad que es capaz de
impostar, medio arrastrando el visón y comprimiendo el bolso contra su pecho
con las dos manos. Recuerda nebulosamente el supermercado y la tienda de
mascotas pero, incapaz de concluir dónde está qué, se debate entre su izquierda
y su derecha durante un instante para acabar irrumpiendo, sin saber bien cómo,
en la tienda para mascotas. Rita Ferrara elige y paga precipitadamente cuatro
sacos de veinte libras de pienso para perros. Mini senior, si es tan amable.
¿Cheque o efectivo? Efectivo. Rita Ferrara vacía su bolso sobre el mostrador.
Rita Ferrara evita la mirada hostil de la cajera, que recuenta monedas, e
indica al mozo el coche en el que debe cargar los sacos.
Cuando el mozo, entre gañidos y
ladridos eufóricos de Gigi, coloca el último saco en la parte trasera del
descapotable magullado, Rita Ferrara rebaña un puñado más de monedas de su
bolso y se lo entrega a modo de propina. Resoplando, Rita Ferrara se deja caer
sobre el asiento. Intenta apaciguar al perro. Intenta apaciguarse a sí misma.
De nuevo, respira hondo. Ha vuelto a olvidarse del tinte. Enciende el radiocasete. E lo che se dice
you get happy in the feets, when you mambo i-ta-li-aaa-nooo. Rita
Ferrara decide que puede hacer una excepción. Rita Ferrara abre la guantera y
saca la petaca. Rita Ferrara empina el codo y sí, qué estás mirando, grandísima
zorra, estás viendo a una vieja echarse un lingotazo. No te escandalices tanto
y métete en tus asuntos. Rita Ferrara se dice que se merece un bourbon,
porque después de todo está consiguiendo cumplir al menos uno de sus buenos propósitos:
no fundirse una vez más la pensión de su madre en el casino.
Patricia Gonzalo de Jesús
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