jueves, 11 de enero de 2018

3º ESO: RELATO "CAMBIO", DE PATRICIA GONZALO DE JESÚS

El siguiente relato apareció publicado en el número 132 de la revista Clarin

CAMBIO



Frente al espejo del baño, Rita Ferrara se alisa las bolsas bajo los ojos con el mismo cuidado con que cinco minutos antes ha estirado el edredón de su cama. Mientras se examina las raíces canas del pelo y se recuerda que también debe comprar tinte, no deja de convencerse de que, pese a todo, la que tuvo retuvo. Se ahueca el moldeado, sus pendientes centelleando con destellos de quiero y no puedo bajo el halógeno. Avanza por el pasillo limpiando con la manga de la bata, mustia y descolorida, las fotografías y recortes de periódico, igual de mustios y descoloridos, que cuelgan sobre el papel floreado de la pared: Rita Ferrara durante su concierto en Las Vegas, Rita Ferrara junto a Dean Martin y Rosemary Clooney, el disco de oro de Rita Ferrara, Rita Ferrara acompañada al piano por Renato Carosone en el Carnegie Hall.

Rita Ferrara esquiva a Gigi, que le mordisquea las zapatillas entre gruñidos, mientras canturrea The Night They Invented Champagne, en parte en honor al caniche, en parte para acallar los reproches que llegan desde el dormitorio de su madre nonagenaria. No te atreverás a dejar de nuevo sola a tu pobre madre inválida, Agata Margherita Ferrarini. No te atreverás, ingrata. Cómo puedes hacerle esto a la que te ha dedicado su vida entera, desgraciada. Rita Ferrara se repite que es Rita Ferrara, que la mojigata Agata Margherita Ferrarini quedó hace años en el Harlem y que lo único que tiene que agradecerle a su misa diaria es haber cantado en el coro de la iglesia de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Rita Ferrara introduce una prótesis en la copa derecha del sostén, se coloca los pechos, el propio y el postizo, con un gesto enérgico y se dice que, al fin y al cabo, puede que sí le quede algo de Agata Margherita Ferrarini, especialmente de Agata. Y acaricia la estampita de la santa que conserva en el cajón de la cómoda aunque se haya convencido de que a estas alturas ya no merece la pena creer en según que cosas. Rita Ferrara se recompone. En precario equilibrio e ignorando las costuras quejumbrosas y dadas de sí, se embute en un vestido de raso color carmín mientras maldice el momento en que olvidó la mayoría de los buenos propósitos para ese año, dieta incluida. Pinta sus labios a juego con habilidad y rapidez de corista acostumbrada al ajetreo entre número y número.
Rita Ferrara se calza unos tacones de aguja, coge su bolso y su visón al vuelo y a Gigi con ternura de madre putativa, y se dirige hacia la puerta de casa. Con la piel al hombro, el bolso bajo la axila derecha y el caniche bajo la izquierda, a punto de girar el pomo, un nudo en el estómago le recuerda que ha olvidado algo, pero decide que, de todos sus buenos propósitos para ese año, no volver a empezar la mañana con un trago de bourbon es uno de los pocos que merece la pena respetar. Especialmente después del bochorno de hace un par de meses. Su documentación, por favor. Saque también las gafas de la guantera. Va a tener que acompañarme a comisaría. Una abolladura es lo menos grave que podía haberle pasado. Rita Ferrara insiste en que ella es Rita Ferrara. Una señora de su edad no debería conducir, y con más razón si se empeña en no usar las gafas y se ameniza el viaje con una petaca. Puede meterse sus opiniones por donde le quepan, agente.

Rita Ferrara sale por la puerta meneando la cabeza para diluir el sofoco, ya que hoy no va a poder ahogarlo en bourbon, y conteniendo como puede a Gigi, que se revuelve y ladra impaciente. Lanza el visón a la parte trasera de su Eldorado blanco, que, con la abolladura y sin uno de sus faros, le guiña y le hace una mueca. El caniche, de un salto artrítico y no demasiado grácil, se apodera del asiento del copiloto. Entre jadeos observa cómo Rita Ferrara se coloca al volante y arranca a trompicones el cadillac. Sin gafas, por supuesto, pero con su gran y único éxito tronando en el radiocasete. Hey, mambo, no more a mozarella. Hey, mambo, don’t wanna tarantella. A la mierda, Donna Summer. ¿Quién dijo que el mambo está pasado de moda? Gigi asoma su hocico tras el el parabrisas y lo apoya sobre el retrovisor. Con los ojos entornados por el viento, suelta ladridos agudos y desacompasados a lo que él entiende que es el ritmo de la música. Rita Ferrara premia su entusiasmo con unas palmaditas en el lomo.

Como casi todas las mañanas desde hace un mes, Rita Ferrara atraviesa Hollywood y conduce hacia la Pequeña Armenia. Encontrar una lavandería en la que todavía no haya estado no es tarea fácil, sobre todo sin gafas y fuera de los bulevares principales, pero no recuerda haber pisado nunca Safarian, con su cartel azul celeste repleto de burbujas de neón y sus lavadoras brillando a través del ventanal. Rita Ferrara considera que es tan buena opción como cualquier otra, si no mejor, flanqueada por un supermercado y una tienda de mascotas, así que aparca frente a la entrada. En el espacio reservado para minusválidos, porque Rita Ferrara, según en qué momento y para qué cosas, asume ser una señora de cierta edad y con dificultades para caminar.

Rita Ferrara deja a Gigi en el coche. Con la lengua fuera, colgando ladeada, el perro observa el visón pendulando sobre el trasero carmesí de su dueña al atravesar el aparcamiento. Antes de entrar a la lavandería, Rita Ferrara se cerciora de que no haya demasiados clientes que puedan percatarse de su presencia. Empuja entonces la puerta, busca la máquina de cambio y comprueba que esté en un lugar discreto. Acerca una silla a la máquina. Se sienta. Rita Ferrara respira hondo. Rita Ferrara respira hasta que su corazón late al compás de las secadoras. Rita Ferrara saca un billete de veinte dólares del bolso y lo introduce en la máquina. Mientras la boca cromada escupe monedas con estrépito, Rita Ferrara, con los ojos cerrados, resuella y clava las uñas en su bolso. Rita Ferrara recoge apresuradamente el cambio y vuelve a alimentar la máquina con otro billete de veinte. Y otro. Y otro. Y otro más. Hasta que su corazón late a muchas más pulsaciones que las revoluciones de las secadoras y ni él ni su bolso dan más de sí.

Rita Ferrara se sobrepone al vértigo y sale de la lavandería Safarian con toda la serenidad que es capaz de impostar, medio arrastrando el visón y comprimiendo el bolso contra su pecho con las dos manos. Recuerda nebulosamente el supermercado y la tienda de mascotas pero, incapaz de concluir dónde está qué, se debate entre su izquierda y su derecha durante un instante para acabar irrumpiendo, sin saber bien cómo, en la tienda para mascotas. Rita Ferrara elige y paga precipitadamente cuatro sacos de veinte libras de pienso para perros. Mini senior, si es tan amable. ¿Cheque o efectivo? Efectivo. Rita Ferrara vacía su bolso sobre el mostrador. Rita Ferrara evita la mirada hostil de la cajera, que recuenta monedas, e indica al mozo el coche en el que debe cargar los sacos.

Cuando el mozo, entre gañidos y ladridos eufóricos de Gigi, coloca el último saco en la parte trasera del descapotable magullado, Rita Ferrara rebaña un puñado más de monedas de su bolso y se lo entrega a modo de propina. Resoplando, Rita Ferrara se deja caer sobre el asiento. Intenta apaciguar al perro. Intenta apaciguarse a sí misma. De nuevo, respira hondo. Ha vuelto a olvidarse del tinte. Enciende el radiocasete. E lo che se dice you get happy in the feets, when you mambo i-ta-li-aaa-nooo. Rita Ferrara decide que puede hacer una excepción. Rita Ferrara abre la guantera y saca la petaca. Rita Ferrara empina el codo y sí, qué estás mirando, grandísima zorra, estás viendo a una vieja echarse un lingotazo. No te escandalices tanto y métete en tus asuntos. Rita Ferrara se dice que se merece un bourbon, porque después de todo está consiguiendo cumplir al menos uno de sus buenos propósitos: no fundirse una vez más la pensión de su madre en el casino.

Patricia Gonzalo de Jesús

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