jueves, 11 de enero de 2018

3º DE LA ESO, ARTÍCULO "MADERA DE ESCRITOR", DE SANTIAGO BERUETE

El siguiente artículo apareció en el número 129 de la revista Clarín.

MADERA DE ESCRITOR, O LA NARRATIVA CONCÉNTRICA DE LOS ÁRBOLES

 

«Nosotros hablamos un lenguaje de animales que no resulta apropiado para relatar una verdad vegetal».
Francis Hallé
«En el origen del acto de escribir está el gusto de mirar y aprender y la convicción de que las cosas y los seres merecen existir: un sentimiento de respeto y a la vez de gratitud, una curiosidad que es sobre todo una celebración de la pluralidad de las vidas y del valor irreductible de cada una de ellas».
Antonio Muñoz Molina

Los árboles dejan constancia de su paso por la Tierra dibujando círculos concéntricos, escriben corteza adentro sus secretos con pulso firme, trazos sinuosos y la caligrafía ligada y paciente de  la savia seca, llevan la contabilidad precisa de sus años grabada en la piel. Mucho antes de que los humanos inventaran el alfabeto, los árboles ya practicaban su propia escritura. Algunos de los ejemplares más longevos del planeta ya existían cuando los primeros escribas sumerios y egipcios garabateaban hace 5000 años signos e ideogramas en tablillas de barro cocido con sus punzones. Millones de años antes de que nacieran sus lectores, esos anónimos escribas vegetales habían emborronado bibliotecas enteras con las epopeyas de sus vidas en su rugosa madera. Dentro de todos los árboles hay un escritor emboscado, completamente entregado a su trabajo, que vive para contar su historia, que escribe para no morir. La trama de ese relato, pródigo en detalles, puede leerse en los surcos de su tronco mucho tiempo después de que el recuerdo de los acontecimientos que los inspiraron se haya disipado.

La corteza de un árbol no para de engrosar, dando lugar cada año a un anillo de crecimiento. Como las ondas concéntricas que se forman en un estanque cuando arrojamos una piedra, estos son más anchos a medida que se separan del centro. Su número nos informa de su edad y la anchura y las tonalidades de las bandas nos aportan valiosa información acerca de las condiciones climatológicas de ese período. Si no escasearon las lluvias ni las horas de sol, las anillas concéntricas serán anchas. Si, por el contrario, se han producido sequías y heladas, estas se verán más estrechas. La franja clara de cada banda corresponde a las células más jóvenes y se desarrolla durante los meses de primavera y verano, cuando las circunstancias atmosféricas propician el crecimiento. Y la franja oscura, por su parte, constituida por las células más viejas, se forma a lo largo del otoño y el invierno. Una detenida lectura de esos documentos vegetales nos aporta datos relevantes y arroja luz sobre los cambios climáticos, las catástrofes naturales y los fenómenos geológicos acontecidos en tiempos pretéritos. Dado que los anillos de crecimiento de los árboles son documentos tan fiables como las piezas del registro fósil, parece lógico que se hayan convertido en el objeto de estudio de un nuevo campo científico. La rama de la botánica que investiga los anillos de crecimiento de un tronco leñoso para determinar la edad del árbol y las condiciones ambientales de su hábitat se conoce como dendroncronología. Este término deriva de las voces griegas dendron, ‘árbol’; cronos, ‘tiempo’ y logia, ‘ciencia’ o ‘estudio’. Fue en 1937 cuando A. E. Douglas fundó el primer Laboratorio de Investigación de Anillos de los Árboles en la universidad de Arizona, lo que marcó el inicio de esta disciplina académica llamada a alcanzar grandes logros científicos. Finalmente había quien podía descifrar la escritura de los árboles, silenciosos y misteriosos como libros cerrados. Era como si una biblioteca de incunables abriera sus puertas por primera vez. Grabada en su madera estaban las claves para descifrar y comprender muchos acontecimientos significativos del pasado, como lo sucedido en 1816, cuando el invierno pareció no ir a acabar nunca, por lo que ha pasado a la historia como «el año sin verano». La explicación a aquella oleada de frío glacial que arruinó cosechas y provocó hambrunas por doquier hay que buscarla en la violenta erupción del Tambora, un volcán situado en la remota isla de Sumbawa en el archipiélago indonesio, a la que habían precedido otras no menos destructivas en un corto lapso de tiempo. Entre el 5 y el 10 de abril liberó tantas toneladas de gases, polvo y cenizas a la atmósfera que una neblina rojiza cubrió el cielo durante meses en todas las latitudes, dando lugar a amaneceres y ocasos de una rara belleza. Los rayos del sol se reflejaban en las partículas de dióxido de azufre en suspensión y no lograban caldear con suficiente intensidad la superficie de la Tierra para que germinasen las semillas y madurasen los cereales y las frutas. La severa caída de las temperaturas quedó registrada en los anillos de crecimiento de los robles europeos, más estrechos y pequeños que de ordinario. Los que de esto saben afirman que fue el segundo invierno más crudo desde 1400, y aportan como prueba que los círculos concéntricos grabados en los troncos se hallan significativamente más próximos y, por lo tanto, su madera resulta más compacta.

Tal vez este hecho permita descifrar uno de los enigmas mejor guardados de la historia de la música: el timbre sin igual y aún hoy irrepetible de los Stradivarius. Se ha especulado mucho acerca de las misteriosas técnicas que utilizó el maestro lutier de Cremona para fabricar sus legendarios violines de valor incalculable, únicos en su género. Tras someter a algunos de ellos a pruebas de rayos x, a exámenes bioquímicos y espectográficos y a otras sofisticados métodos de análisis digital, los expertos han descartado que la razón de sus irrepetibles cualidades tonales sean el barniz con que fue tratada la madera, o la calidad de la cola con la que se ensamblaron las piezas del instrumento, y han concluido que el secreto de su extraordinaria sonoridad reside en la densidad de la madera, proveniente de arces y abetos que habían vivido inviernos extremadamente gélidos. Por la época que nació Antonio Stradivarius (1644-1737) y durante los siguientes setenta años se sucedieron inviernos tremendamente fríos en Europa. Ese período, enmarcado dentro de la Pequeña Edad de Hielo, recibe el nombre de Mínimo Maunder (1645-1715) en honor al astrónomo que aventuró la controvertida hipótesis de que la escasa presencia de manchas solares era la causante de las bajas temperaturas durante aquellos años, pero los árboles fueron testigos fiables de lo sucedido y nos han dejado pruebas escritas en su madera. Claro está que, si lo pensamos científicamente, esta constituye lisa y llanamente los excrementos de los árboles. Vista de ese modo, la poética narrativa de sus anillos queda reducida a las prosaicas fases de crecimiento de su biomasa vegetal. Es más: la pulpa o pasta de ese trozo de leña con hojas sirve de materia prima para la fabricación del papel en el que están escritas estas palabras.

Todos los seres vivos generan desechos, que deben eliminar eficientemente si no quieren comprometer su supervivencia. Poco importa si se trata de animales, plantas o humanos, de individuos o comunidades de individuos, desprenderse de los detritus es la mitad de la salud de un organismo. De lo contrario, sus propias toxinas lo envenenarían. Como escribió el poeta William Blake: «Quien desea y no actúa, cría pestilencia». Pero no es fácil determinar qué residuos generan los vegetales. Su manera de evacuar los excrementos consiste, según arguyen algunos expertos como Vincent Savolainen, en transformarlos en incrementos. Para ser más precisos, se deshacen de los compuestos fenólicos nocivos almacenándolos en las células vasculares en forma de lignina, lo que mejora su resistencia mecánica y contribuye a su crecimiento. Los árboles, como el resto de las plantas, no dejan de engrosar su tronco. Esa es su razón de ser. En circunstancias desfavorables o excepcionales pueden, eso sí, interrumpir temporalmente su desarrollo para retomarlo más tarde. Tanto es así que, si se les impide medrar por la fuerza, inexorablemente mueren. Las metamorfosis sin fin de las proteicas plantas no tiene comparación posible más que con la plasticidad de la psique humana en permanente proceso de construcción.

Conviene recordar que los organismos vivos más grandes, longevos y con más biomasa del planeta son, con independencia de la variedad a la que pertenezcan, árboles. Las secuoyas gigantes, de la familia de las cupresáceas, son los más altos del mundo. Cuarenta de ellos se elevan majestuosamente por encima de los 110 metros de altura y siguen creciendo mientras leen estas líneas. Otro miembro de esa especie, conocido popularmente como General Sherman, pasa por ser el más pesado y voluminoso, el que acumula más metros cúbicos de madera a juzgar por el grosor de su tronco y su colosal copa. Y entre los más viejos se encuentra un pino, bautizado como Matusalén, de las Montañas Blancas de California, al que se le atribuyen 4841 años de antigüedad, un ciprés, más conocido como Zorostrian Sarv, de la provincia de Yartz en Irán con una edad estimada de al menos 4000 años, el tejo que crece en un pequeño cementerio parroquial junto a la iglesia de St. Dygam en Llangernyw, Galés, que supera de largo los 3000 años, el Castaño de los Cien Caballos localizado en las laderas del monte Etna en Sicilia, el más anciano de su especie, con una edad comprendida entre los 2000 y los 4000 años o el olivo de Vouves en la isla de Creta asimismo de más de 3000 años de vida, entre otros muchos árboles milenarios repartidos por los cinco continentes.

La mayoría de los países cuentan con algún ejemplar emblemático, que desempeña un papel importante en sus mitos fundacionales. Los credos religiosos más diversos los han convertido en un símbolo sagrado. En todas las épocas y bajo todos los cielos, los profetas, los hombres santos y los maestros espirituales se han cobijado bajo sus sombras protectoras y han invocado su sabiduría silenciosa para ilustrar sus parábolas. En sus enfervorizadas prédicas han revestido múltiples significados. Un árbol sostiene el cielo; otro crece en medio del jardín del Edén; un tercero representa el eje del mundo; un cuarto personifica a la diosa madre o la inmortalidad. Y otro tanto ocurre con sus flores, sus frutos, sus ramas o sus raíces. Su poder de fascinación tal vez derive de que, como escribe Paul Valéry, «exponen en el espacio un misterio del tiempo». Pero mientras que los humanos vivimos en un eterno presente, ellos fluyen en el curso cíclico, circular, estacional de los años, en el que todo regresa sin repetirse. Puede que su narrativa carezca de argumento y personajes, pero revela claramente su voluntad de perdurar, de dejar testimonio de su existencia. Así como nosotros no soportamos la realidad, somos rehenes de la ficción y novelamos nuestras vidas para dotarlas de sentido, los árboles no necesitan ejercitarse en ser otros, se limitan a escribir para la posteridad una crónica sin fingimientos ni aspiraciones de gloria, pura y simplemente hacen un honesto relato de sus fatigas y días a la intemperie. A su manera son consumados escritores. Esa es su segunda naturaleza. Su otro yo. Sus obras se ven, el tiempo no.

Santiago Beruete.

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