"FAKE NEWS" Y CREDULIDAD.
Marcel Duchamp leyó dos libros de filosofía en su vida, uno
de ellos con verdadera devoción. Leyó El único y supropiedad, de
Max Stirner, y se apasionó con un pequeño volumen, que releyó varias veces
cuando trabajaba en la biblioteca de Sainte-Geneviève, en el que se contaba la
vida y las ideas de Pirrón de Elis.
El escepticismo radical de Pirrón
sirvió a Duchamp para construir su obra, tan profunda como exigua, y para mirar
el enorme éxito que tenía su trabajo con un desapego insólito. En el punto
culminante de su trayectoria, cuando tenía el mundillo artístico de Nueva York
a sus pies, Duchamp decidió que el resto de su vida, que era mucha todavía, se
iba a dedicar a jugar al ajedrez, cosa que cumplió al pie de la letra, con
rivales de diversos calibres, entre ellos su amigo Salvador Dalí, que acudía,
puntualmente, al tablero que Duchamp montaba cada verano en Cadaqués.
La importancia de Duchamp en la historia del arte es crucial
pero él, aplicando el escepticismo que había aprendido de Pirrón de Elis, no se
consideraba un artista sino un respirateur, un individuo
dedicado solo a respirar. Abandonó su oficio convencido de que no quería
empezar a repetirse, a convertirse en un cliché de sí mismo. Lo que aprendió de
Pirrón lo llevó a dejar su quehacer artístico en el momento justo en el que los
artistas comienzan a hacerse ricos que es, precisamente, cuando empiezan a
repetirse.
“A toda razón se opone una razón equivalente”, dicen que
decía Pirrón de Elis, ese gran escéptico que vivió alrededor del año 300 antes
de nuestra era. Viene a cuento desenterrar las ideas de este viejo filósofo
porque a los habitantes del siglo XXI pueden servirnos de escudo para no
dejarnos engatusar por el torrente de información que nos asalta todo el
tiempo, cada vez que abrimos el ordenador o conectamos el teléfono. Sus ideas
nos animan a pensar antes de creer en lo que se dice con tanto estruendo, a
oponer a eso que todos dan por sentado, una razón equivalente.
Como prueba de su radical escepticismo, Pirrón de Elis no
dejó escrita ni una página, lo que sabemos de él lo cuentan Diógenes Laercio,
Timón, Gelio, Cicerón, Sexto Empírico. Todos ellos consignan la entereza con la
que soportaba una siniestra tempestad en el mar y la forma en que
deliberadamente ignoraba los peligros que lo acechaban; practicaba un desapego
extremo que, sintomáticamente, lo llevó a vivir hasta los noventa años.
Pero nosotros vamos por ahí cargando en el bolsillo una
cantidad de información que no seríamos capaces de consumir ni en varias vidas,
y quien quiere opinar como un experto no tiene más que buscar en Google. Ese
tumulto de información que palpita en la pantalla del teléfono está formado por
una trama de datos e ideas, digamos, del mainstream, de la que
es cada vez más difícil salir y desde la cual tendemos a pensar, no de manera
original ni con un horizonte ilimitado, sino como se piensa dentro de esa
trama, dentro de la Red por la que circulan, con la misma jerarquía, datos
verdaderos y falsos, teorías, delirios e invenciones, noticias de verdad
y fake news.
El rotundo éxito de las fake news es la
medida exacta de nuestra credulidad, la gente tiende a creer cualquier cosa que
se le presenta con cierta contundencia, ha sido siempre así y quién sabe qué
sería de nuestra especie sin la credulidad que nos caracteriza.
Nunca antes en la historia del mundo el ciudadano común
había tenido tanto acceso, y tan fácil, a la información; no se había lidiado
en otro tiempo con un torrente similar de noticias, datos, teorías, hipótesis,
opiniones, ni estas se habían difundido jamás de forma tan invasiva ni a tanta
velocidad. Somos la población más informada pero también la más vulnerable, y
desde luego la más crédula e ingenua que ha pisado este planeta.
Pirrón prevenía a sus discípulos contra “los torbellinos de
la sabiduría halagadora”. Esta sabiduría es falsa, es información que requiere
de la reflexión y el análisis del que la recibe, y más cuando llega en un
torbellino. En aquella época no había tanta información disponible y la
credulidad tenía menos recorrido; se creía en los dioses, en las fuerzas de la naturaleza,
pero al mismo tiempo la gente pensaba por sí misma, llegaba a sus propias
conclusiones, solucionaba sus conflictos sentándose a pensar, o pensando
mientras caminaba, o expresando esos pensamientos enfrente de alguien que sabía
escuchar, o de un sabio que era capaz de ver más allá. Esa era la red que el
ciudadano común tenía en tiempos de Pirrón, una red ligera y sin Google que no
le escatimaba el trabajo de pensar, una red abierta hacia el horizonte que no
se cerraba, como la nuestra, sobre sí misma.
Tampoco era tan distinto lo que pasaba en el siglo XX de
Marcel Duchamp, donde la información se movía a escala humana, había que
esperar a que el periódico se vendiera en la mañana y se transmitían programas
de radio que oía quien tenía el armatoste enchufado en el comedor; fuera de
ahí, lo que había, era mucho tiempo para pensar por uno mismo.
Los habitantes del siglo XXI, acosados permanentemente por
el tumulto de información, datos e ideas que cargamos en el bolsillo,
deberíamos preguntarnos, ¿qué pensamientos son verdaderamente míos? Dentro de
la Red no pensamos: pescamos.
De nuestra credulidad se aprovechan los gobernantes y los
políticos, los empresarios que quieren vendernos algo y en general cualquier
persona sin escrúpulos que sepa presentar una mentira como verdad, cosa que
nunca en la historia del planeta había sido tan fácil.
Para combatir esa credulidad no hay como el escepticismo.
Pirrón fue primero pintor, artista plástico como Duchamp, y luego se enroló
como expedicionario en el ejército de Alejandro Magno. En esos viajes entró en
contacto con los magos caldeos y los gimnosofistas de la India. De ellos
aprendió ese estado de sólida imperturbabilidad que lo caracterizaba, ese
desapego y esa indiferencia que lo convirtió en el maestro de un selecto grupo
de discípulos a los que enseñaba, por ejemplo, a no ser esclavo de las
opiniones, comenzando por las de uno mismo.
“El fundamento del escepticismo es la esperanza de conservar
la serenidad de espíritu”, una serenidad a la que el crédulo, que no piensa por
sí mismo, difícilmente puede aspirar. Desde el pasado remoto Pirrón lanza un
mensaje contundente: lo crédulo se quita no creyendo, pues “solo persuade
aquello que cada uno encuentra por sí mismo”. Sobre todo dentro de la Red.
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