Soledades compartidas y emoción intensa
Hay ocasiones en las que los silencios resultan mucho más
elocuentes que las palabras, por bien escritas que estén o por muy convincentes
que suenen. Hay veces en las que la emoción resiste cualquier tipo de
aná-lisis, momentos mágicos en los que la pantalla transmite algo que se te
mete por los ojos y va directamente a lo más profundo, a tu corazón, a tu
estómago o a donde sea que se esconde esa parte de nosotros que no entiende de
razones y explicaciones, que se limita a sentir y a conectarse con una emoción
pura que rompe la barrera entre creador y destinatario de la obra convirtiendo
a este último en cómplice de ese misterio que rodea a algunas películas que
parecen hechas expresamente para uno mismo. Suelen ser obras que apelan a lo
más elemental, al tema más universalmente retratado (no ya por el cine, sino
por cualquier manifestación artística) y al mismo tiempo, fuente inagotable de
historias: el amor, la necesidad de afecto, la huida de la soledad, de ese
vacío emocional que parece tan intrínseco al ser humano.
De todo ello habla
"Lost in translation", película que pertenece a ese raro grupo de
obras inclasificables, que se resisten a cualquier etiqueta, bien porque su
naturaleza escapa a las mismas, bien porque cualquier calificativo que pueda
hacerse sobre ella afronta el riesgo de quedarse corto o, al menos, resultar
insuficiente para abarcar su peculiar condición, precisamente porque su
importancia va mucho más allá de las palabras. A ese grupo privilegiado
pertenecen obras tan distintas entre sí en planteamientos y resultados como
"Breve encuentro" (David Lean, 1945), "Los puentes de
Madison" (Clint Eastwood, 1993), "Antes del amanecer" (Richard
Linklater, 1994), "Una relación privada" (Frederick Fonteyne, 1999), o "Deseando
amar (In the mood for lo-ve)" (Wong Kar Wai, 2000); pero películas todas
ellas en las que se parte del argumento más elemental del mundo, (un hombre,
una mujer y la relación que se establece entre ellos) para reflexionar sobre lo
que muchos consideramos como la parte más esencial de la vida, ese universo tan
maravilloso y apasionante como fugaz y frágil al que todos aspiramos a vivir
con toda su intensidad al menos una vez a lo largo de nuestra existencia. No
existe aspiración más humana y universal que esa necesidad de compartir, de
crear, de sentir y abandonarse en el que está a tu lado, más allá de su
condición de pareja, amante, esposo, objeto del deseo o casual coincidencia en
tu vida.
Bob es un actor
maduro que ha sobrepasado la cincuentena. Su presencia en Tokio tiene que ver
con un suculento contrato publicitario para promocionar una marca de whisky,
pero se percibe con facilidad que huye de un cierto naufragio existencial
(“¿Tengo que preocuparme, Bob?”, le dice su esposa al móvil, “Sólo si tú
quieres”, contesta él). Charlotte es una veinteañera recién casada con un
fotógrafo demasiado ocupado con sus obligaciones laborales al que ha
acompañado a la misma ciudad y en la que rápidamente se encuentra sola,
intentando comprender ese vacío que empieza a sentir en su interior (“Hoy he
estado en un templo budista, había monjes rezando en voz alta y no he sentido
nada”, confiesa entre lágrimas de impotencia a una amiga al teléfono) y que la
hace sentirse más y más perdida. Ambos comparten un espacio común, un aséptico
e impersonal hotel que, en cierto modo, les protege del otro gran
protagonista de la historia: la misma ciudad de Tokio, una urbe alienígena
que no llega a ser hostil, pero está llena de luz de neón, ruido y de una
cultura extraña que aumenta aún más su confusión interior, esa indefinible
sensación de vacío y de pérdida. Están destinados a encontrarse y a entenderse.
Sofia Coppola, que
ya nos sorprendió agradablemente en su momento con esa película tan personal,
atrevida y extrañamente poética que era "Las vírgenes suicidas", aborda
la peripecia de es-tos náufragos existenciales a la deriva, desplazados tanto
física como emocionalmente, desde una perspectiva tan brillante como
sensible. En un tiempo en el que el cine parece depender como nunca del
diálogo como medio de expresión, ella busca constantemente la imagen, el
silencio y las miradas cómplices para recrear una de las historias de amor más
fascinan-tes y hermosas de los últimos tiempos. Más allá de que domine ese
equilibrio siempre difícil de conseguir entre drama y comedia (administrando
hábilmente las dosis de humor que provoca la mira-da entre irónica y
desconcertada de un Bill Murray inmerso en la incomprensible cultura nipona con
la amarga sensación de incómoda soledad que desprende Scarlett Johansson en la
habitación de su hotel, mientras contempla desde su ventana la ciudad), Coppola
consigue que el proceso de acercamiento entre dos seres tan aparentemente
opuestos sea tan natural como inevitable. Dos personas que no saben nada el
uno acerca del otro, que están de paso en esa ciudad inescrutable, pero que
disponen del tiempo suficiente para compartir sus soledades y cruzarse de
forma silenciosa, casi imperceptible, intimidades que ocultan a sus seres
queridos y hasta a sí mismos.
La comunicación de
estos dos personajes está construida por esas miradas de comprensión de dos
personas que, mucho más allá de sus evidentes diferencias, reconocen el uno
en el otro la misma necesidad de compartir parte de ese vacío que no son
capaces de definir, mucho menos de expresar. Coppola crea un ambiente mágico
en el que una copa nocturna en el deprimente bar del hotel, una película
compartida en una habitación para combatir el insomnio, un alocado paseo por
esa ciudad que parece fruto de una alucinación, una carta deslizada debajo de
una puerta o una caricia furtiva se convierten a ojos del espectador en
momentos de enorme fuerza en los que se respira una complicidad que supera
cualquier barrera y que, lenta pero inexorablemente, crean unos profundos
lazos de afecto entre ambos.
Los protagonistas de
"Lost in translation" saben de sobra que el tiempo que van a estar
juntos es pasajero. Su relación es, qué duda cabe, una forma de romance, pero
va mucho más allá de eso: la intimidad que Bob y Charlotte comparten no entiende
de etiquetas fáciles. Decir que eso tan complicado de definir como lo que se
suele llamar química existe entre los dos actores sería desde luego
insuficiente ante la intensidad de la emoción que produce el con-tinuo diálogo
de gestos, roces, miradas y sentimientos que se establece como un torrente
entre ambos (la maravillosa secuencia de la conversación en la cama, coronada
con un sublime detalle de sensibilidad o la conmovedora secuencia del karaoke
son sólo dos ejemplos entre todo un océano de momentos memorables), un mapa de
los muy distintos estados de ánimo que conforman el alma de la película.
Más allá de la
exquisita fotografía deLance Acord, de la compleja y ajus-tada banda sonora,
del inteligente trabajo de puesta en escena de Coppola de su propio guión o la
impresionante interpretación de dos actores entregados y sublimes, "Lost
in translation" siempre perdurará en la memoria por un final apoteósico,
de una belleza tal que provoca que broten con facilidad esas lágrimas que sólo
pueden surgir de la emoción pura y nunca manipulada, un final tan inmejorable
como inolvidable. No se extrañe si al terminar la proyección algo le duele y
no sabe exactamente dónde: esta es una de esas películas que apuntan al
interior de uno y remueven lo más profundo. Como esas palabras que, con suerte,
a veces nos han susurrado al oído sin que nadie más las escuche.
Extraído de (pincha en el cartel):
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