LOVECRAFT
EN LA TUMBA DE Howard Phillips
Lovecraft (1890-1937) se lee un sencillo epitafio, “yo soy Providence”. Bajo
ella yace el hombre cuya obra fue una lucha contra el tiempo. Lovecraft amaba
Providence como solo pueden amarse los paraísos perdidos de la infancia. Los
pórticos coloniales, las empinadas callejuelas, los álamos, los tejados y los
chapiteles georgianos, virados por el perpetuo crepúsculo de la memoria; poco
queda ya de todo aquello salvo en las cartas, cuentos y sueños de Lovecraft.
Con motivo de las tres últimas reediciones de sus obras —dos de Acantilado y
una de Periférica— y la aparición de una nueva antología de cuentos
lovecraftianos —editada por Valdemar—, regresamos a las páginas del autor de
Providence.
El caso de Charles Dexter Ward (Acantilado) comienza precisamente con el recuerdo dorado de Providence, retomando los paseos juveniles que Lovecraft relataba en sus cartas. Lovecraft amaba Providence porque fue ella quien alumbró su vida estética y espiritual, porque fue en sus arboledas donde de niño levantó altares a Pan, Diana y Minerva, donde creyó ver a faunos y dríadas; allí fue donde descubrió, en la biblioteca de su abuelo, los tesoros mitológicos de Grecia y Las mil y una noches; pero Lovecraft amaba también Providence porque en ella el pasado sobrevivía al presente y, entre otras cosas, las obras de Lovecraft nos hablan del intento de derrotar al tiempo, esa “especie de especial enemigo mío”.
Lovecraft era un soñador inmenso a la par que un materialista convencido y, debido a ello, sus personajes intentan escapar al tiempo o vulnerar las leyes físicas, pero acaban estrellándose contra el horror de haberlas transgredido. En El resucitador (Periférica), Herbert West inyecta en las venas de los cadáveres “el impulso que los llevará de vuelta a ese estado motriz al que llamamos vida”; en Charles Dexter Ward, Joseph Curwen conjura a los muertos desde sus cenizas para interrogarles sobre saberes prohibidos; los ancianos de Las montañas de la locura despiertan de un sueño de eones para descubrir sus ciudades engullidas por el hielo antártico y estragadas por abominaciones que otrora fueran sus siervos. En todas ellas, el leve tiempo humano queda trascendido, pero solo para enfrentarse al horror de la carne corruptible, para ser devorado por el pasado hecho presente o para perderse en los océanos del infinito, donde nuestras vidas son solo polvo a la deriva.
La lucha contra el tiempo es un agon entre el antes y el después, ambos instancias del no-ser; no podemos ganar, pero sí fugarnos hacia la fantasía o el ensueño. La guerra de Lovecraft contra el tiempo le llevó a verse a sí mismo como un anciano, como un caballero dieciochesco que no hallaba su lugar ni en el siglo ni en las letras estadounidenses. El mundillo de la prensa amateur le ofrecía consuelo literario, pero no un lugar para su obra. El resucitador, por ejemplo, apareció en Home Brew, por encargo del editor G. J. Houtain. Lovecraft aceptó a regañadientes, disgustado por tener que doblegarse al trabajo mercenario y a la estructura de serial, con su típico clímax al final de cada episodio. Pese a ello, El resucitador es una joya de lo macabro y lo grotesco, una exploración de los límites del decoro artístico —es decir, de lo decible y lo mostrable— que, sin embargo, Lovecraft contempla con la complacencia irónica del espectador de una farsa granguiñolesca.
Charles Dexter Ward ni
siquiera llegó a ser publicada en vida de Lovecraft. En ella, la crónica
histórica y la investigación erudita descienden en espiral hacia un horror
inefable; poco a poco, se multiplican los adjetivos, proliferan los adverbios,
pero solo para apuntar hacia un lugar tan espantoso que no puede ser nombrado,
pero sí evocado como una sensación aborrecible, ominosa, blasfema. Otro tanto
sucede con En las montañas de la locura, que comienza con el
rigor del registro científico para ir fundiéndose —como un carámbano— hacia el
horror de lo informe y hacia esa poesía melancólica y sublime que solo poseen
las civilizaciones perdidas y los desiertos de la Antártida. En
las montañas de la locura desagradó a los lectores de Astounding
Stories, más acostumbrados a “la convencionalidad, la banalidad, lo
artificioso, las falsas emociones y lo estrambótico” que Lovecraft achacaba a
la ciencia ficción.
Frente al desdén de su época,
legiones de seguidores y epígonos han encumbrado a Lovecraft post mortem.
Decía Baudelaire
que la mejor crítica a una obra artística es otra obra de arte, tal es el caso
de la antología Alas tenebrosas, seleccionada por S. T. Joshi. No
abundan en ella tentáculos, libros prohibidos y tópicos ni dioses de improbable
fonética, pero todos ellos nos permiten asomarnos a los abismos del tiempo y a
los misterios de un cosmos indiferente. Sus autores reinterpretan no el estilo
sino la filosofía lovecraftiana y nos hacen sentir de nuevo “el chirriar de
formas y entes exteriores en el límite más recóndito del universo conocido”. El
fantasma de Lovecraft regresará a Providence, Pickman volverá a retratar a sus
modelos, los demonios inferiores plagarán la tierra una vez más y la magia
antigua reinará de nuevo, ¿es posible homenaje mejor al hombre que intentó
doblegar el tiempo? En la tumba de Lovecraft se lee un sencillo epitafio, “yo
soy Providence”; a veces, un lápiz anónimo garabatea debajo: “que no está
muerto lo que eternamente puede yacer / y con los extraños eones hasta la
muerte misma puede morir”.
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