LOS FANTASMAS ACECHAN
La literatura fantástica es un arte de carencia y
deseo: buscamos todo cuanto nos falta, todo aquello que la realidad no
satisface y que, sin embargo, una vez hallado nos induce al temor a perderlo o
al horror de haberlo encontrado. Esta cadencia entre falta y deseo es propia de
cada individuo, pero también de cada época. Las historias de fantasmas nos
atraen porque, en ellas, exploramos miedos humanos —a la muerte, al recuerdo—,
pero también porque sugieren cuanto está ausente en la realidad colectiva. La
nuestra es una época de economía inmaterial, en la que todo cuanto es sólido se
disuelve en el aire. Nuestras casas y prendas ya no son nuestras —y acaso
tampoco nuestras vidas—, ¿a quién pertenecen entonces?, ¿nos hemos convertido
en fantasmas de casas y cuerpos que no nos pertenecen?
En El hombre que perseguía al tiempo, de
Diane Setterfield, el capitalista vislumbra, alucinado, dos paisajes bajo la
lluvia: en el primero, avista un titánico centro comercial donde solo hay una
hondonada; en el segundo, el templo del consumo que él mismo erigió se derrumba
como una cascada de cristal y mármol. Parecen contradecirse, pero ambos afirman
lo mismo, que todo aquel afán de edificar y enriquecerse era solo un espejismo:
la superficie tersa y brillante de una pompa rellena de aire. La nuestra, qué
duda cabe, es una época de burbujas que estallan, pero también lo son nuestras
vidas, que pasamos como niños persiguiendo pompas de jabón. Cuando por fin se
desvanecen, buscamos dentro de ellas al fantasma de nuestros días.
Nada tiene de extraño que nos gusten los
fantasmas, tanto los de nuestra era como aquellos que, en otros tiempos,
ejecutaban ya esta eterna danza entre la carencia y el deseo. Comencemos, pues,
con una de aquellas viejas historias que hoy nos siguen seduciendo: escondida
entre pilas de legajos polvorientos, un anticuario encuentra una carta en
latín, la angustiada confesión de un vicario, en la que advierte a los curiosos
que se guarden de buscar el relicario de la rectoría de… Faltan datos, pero el
aplicado erudito encontrará el lugar exacto, excavará la undécima tumba y, por
supuesto, hallará el relicario. Desde ese instante, un vaho le acechará a cada
paso, le perseguirá un olor a moho y, atisbará, desde su ventana, una figura
harapienta que parecerá cada noche más cercana. M. R. James jamás
escribió este relato, pero podría haberlo hecho, pues la mayoría de sus Cuentos
de fantasmas (1904-1928) nos hablan de arqueólogos y estudiosos que
encuentran documentos que sugieren espantos, demonios que habitan todavía los
sitiales del coro o el vitral de la abadía, grabados por los que pululan
espectros y tesoros custodiados por criaturas hediondas.
Siruela reedita sus Cuentos
de fantasmas, una selección de algunas de sus mejores historias;
sin embargo, si James regresara ahora como alma en pena, quizá se sorprendiera
al descubrir que sus únicos escritos reeditados sean sus relatos terroríficos.
Montague Rhodes James fue medievalista de prestigio, experto en apócrifos,
catedrático en Cambridge, rector en Eton. Dedicó su vida a la historia, la
arqueología y el estudio de los clásicos y, de cuando en cuando, pergeñaba
cuentecillos como divertimento. James comenzó leyéndolos ante sus amigos de la Chitchat Society
y pronto sus lecturas se convirtieron en un acontecimiento. Revisitados hoy,
podemos imaginar a sus colegas y alumnos escuchándole y pasando de la sonrisa
al escalofrío. Sus personajes resultan jocosos en su grisura y, sin duda, James
gozaba ironizando sobre la cotidianidad de académicos y anticuarios; sin
embargo, esa banalidad queda pronto impregnada por un hálito maligno, por un
miasma del pasado que se va volviendo más intenso hasta adoptar, por un
instante, una forma táctil e insoportable.
La muerte vela por los contornos de los objetos y
prendas del pasado y, de algún modo, quienes los palpan e investigan acaban
envueltos por ese mismo velo. Los cuentos de fantasmas nos plantean a un tiempo
el enigma de la muerte y el enigma del pasado: ¿quiénes habitaron la casa?,
¿qué soñaban?, ¿qué queda de ellos? Preguntas que, en el fondo, no atañen sino
a nuestra propia mortalidad y a la fugacidad de nuestro tránsito sobre la
tierra. Esta angustia por la muerte late también en otro notable cuento
victoriano, La casa y el cerebro (1859), de Edward Bulwer-Lytton,
recientemente reeditado por Impedimenta. Regresamos a la morada embrujada por
pasiones que siguen latiendo en las paredes, recuerdos de una tragedia
desgajada del tiempo, repetida sin fin, reticente a abandonarnos.
En La casa y el cerebro,
Bulwer-Lytton se despoja del ropaje gótico de Zanoni (1842) para ofrecer una
historia más moderna, plagada de fenómenos sobrenaturales que ascienden hacia
un clímax de alucinación y miedo, en el que entrevemos un éter por el que
flotan larvas y entidades, como amebas vistas por el microscopio. Bulwer-Lytton
parece dar un paso adelante, pues atribuye las apariciones a una voluntad tan
poderosa como humana. En la segunda parte del relato, conoceremos al hombre
capaz de detentar semejante poder sobre la materia y sobre la mente de sus
semejantes. Sin embargo, es aquí donde el paso adelante de Bulwer-Lytton
resulta ser un paso en falso, pues si bien niega la existencia de fantasmas,
nos devuelve la angustia por la mortalidad, el anhelo de la vida eterna, el
deseo de permanecer, para siempre, en el mundo de los vivos.
Dicha angustia, dicho anhelo, explica en parte el
éxito del que gozan todavía los cuentos espectrales. Quizá por ello, a los
editores ingleses de El hombre que perseguía al tiempo (2013) no les
tembló el pulso al venderla como ghost story, una ávida engañifa que,
no obstante, lo es solo en parte. Es un embuste porque no hay en ella espectros
o aparecidos —y, de hecho, la edición castellana de Lumen prescinde de este
subterfugio—, pero tiene algo de cierto en la medida en que retrata a un
personaje convertido, en vida y por su propia mano, en un fantasma.
El hombre que perseguía al tiempo carece
de la riqueza literaria y bibliófila del anterior libro de Diane Setterfield, El
cuento número trece; pero comparte con él un rasgo de interés,
pues en ambos casos sus protagonistas reniegan de la vida y se enclaustran en
torres de libros o montañas de números, en relatos o cálculos que suplantan la
vida. William Bellman —protagonista de la obra— es un industrioso súbdito
inglés que levanta empresas y amasa fortunas, mejora la producción, moderniza
fábricas, abre mercados y, a la postre, resulta incapaz para la vida. Durante
la primera parte de la novela, la amabilidad con la que Setterfield evoca la
juventud de William resulta irritante, pues la autora olvida su condición de
explotador e idealiza su relación con los obreros; sin embargo, en la segunda
parte comprendemos que era la melancolía quien doraba la luz de aquellos días.
Tras una serie de tragedias, Bellman decide
erigir un emporio de pompas fúnebres en Londres, pero los difuntos no son tanto
sus clientes como él mismo: será él quien acabe enterrado dentro de un
gigantesco mausoleo, el centro comercial de artículos luctuosos que dirige y gobierna
mientras se va consumiendo. Karl Marx sugirió que el capitalismo es materia muerta que
vampiriza músculo y latido, jornadas que acortan nuestro aliento por un sueldo,
el tiempo de la vida convertido en tiempo de muerte a cambio de dinero. Aunque
de manera inconsciente, Diane Setterfield ilustra esta premisa y la novela, que
avanza con la solemnidad y el boato de un regio funeral victoriano, acaba no
siendo nada más que el epitafio de un hombre insignificante. La vida del
fantasma William Bellman queda narrada y, sin embargo, quedan por contar todas
aquellas otras de las costureras, dependientas y contables a los que Bellman
vació también de vida.
Una bandada de grajos sobrevuela El hombre
que perseguía al tiempo. Los grajos son presagios de muerte, omina
mortis que un augur habría escuchado para, después, menear la cabeza y
anunciarnos que no hay esperanza. Pero los grajos vuelan también en nubes de
algarabía, proclamando que, por funesto que sea el presagio, la vida sucede
mientras tanto y que, por más que efímera, la vida que vuela es también un
espectáculo. Quizá era esta la lección que debieron aprender los personajes de
James —anhelantes de objetos polvorientos, incunables y basura de otros
tiempos, afanados en leer cronicones medievales para escribir mamotretos
académicos y legarlos al porvenir—, que la vida, entretanto, estaba en otra
parte, acaso en momentos tan mundanos como los almuerzos, las charlas y los
paseos.
También Robertson
Davies conocía bien la vanidad y la trivialidad de la vida académica, pues
no en vano fue decano de Massey College desde 1963. Ese mismo año comenzó a
escribir anualmente un relato de fantasmas para las celebraciones navideñas. En
1982, ya retirado, las recopiló bajo el título Espíritu festivo,
recientemente publicado por Libros del Asteroide. Las lecturas de Davies
debieron divertir tanto a su público como a aquellas de M. R. James, pero
no estremecerían ni a un ratón, pues su reino es el de la parodia y la farsa.
En parte, la culpa la tiene Massey College, un edificio recién estrenado,
flagrantemente nuevo —nada que ver, por tanto, con la vetusta mampostería
gótica que arropa a los fantasmas británicos—; pero el principal responsable de
esta indecorosa falta de pavor la tiene el propio Davies.
Tras convertirse a sí mismo en personaje de sus
cuentos, Davies se pasea junto a las ánimas ilustres de la reina Victoria,
santa Lucía, lord Fauntleroy, Satanás, Frank Einstein o incluso Henrik Ibsen,
que se asoma por allí para fruncir el entrecejo. Como todos los fantasmas, los
de Davies algo quieren —leer su tesis, comer hasta reventar, ser reconocidos
por la crítica o volver a casa por Navidad— y el autor los acoge amablemente,
aun a sabiendas de que habrán de traerle quebraderos de cabeza. “Los fantasmas
son unos ególatras desmesurados: la fuerza viva de la egolatría que se niega a
aceptar la realidad de la muerte”, escribe Davies, y acaso sea esta vanidad la
que les otorga su inusitada vivacidad de ultratumba, esa pasión por bagatelas y
fruslerías que da sazón a cada uno de nuestros días; pues también nosotros
somos fantasmas embargados por deseos elevados, que intentamos satisfacer
mientras la vida —como una pompa— se nos escapa entre las manos.
El hombre que perseguía
al tiempo. Diane Setterfield. Traducción
de Rubén Martín Giráldez. Lumen. Barcelona, 2013. 336 páginas. 20,90 euros.
Cuentos de fantasmas.
M. R. James. Varios traductores. Siruela. Madrid, 2014. 344 páginas. 19,95
euros.
La casa y el
cerebro. Edward Bulwer-Lytton. Traducción de Arturo
Agüero Herranz. Impedimenta. Madrid, 2013. 108 páginas. 14,95 euros.
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