LA ORTOGRAFÍA ESMIRRIADA
El estudio elaborado por los
investigadores franceses sobre la ortografía de los mensajes de móvil
viene a demostrar lo que muchos intuían. Pero no por intuirse algo deja
de resultar importante que se demuestre.
Los personajes relacionados con la palabra han sido preguntados hasta la saciedad en estos últimos años sobre la influencia de la ortografía de los móviles en el idioma general. Ya se tratase de académicos, escritores o filólogos, solían responder con escepticismo sobre esa cuestión: no creían que el protagonista de una novela acabase diciendo “t. q.” en vez de “te quiero”.
La gigantesca telaraña construida ahora por nuestras comunicaciones no guarda parangón con ningún sucedido anterior, pero aun así contábamos con precedentes interesantes para imaginar estas conclusiones. Las personas se comunican de una forma o de otra a tenor de cada situación, y saben que unos registros se consideran prestigiosos y otros no.
Las abreviaturas y los símbolos han existido siempre entre quienes participaban de un código común: las equis que significaban besos al final de una carta; las equis que significaban “por” en los apuntes académicos…, incluso las equis que siguen significando “empate” en las quinielas.
Y además tuvimos la taquigrafía. Cuando esta técnica se inventó y se extendió entre los amanuenses de la época, podría haberse pensado que estaba naciendo un lenguaje especial, destinado a modificar la escritura conocida hasta entonces. Había argumentos, desde luego, pues esa ortografía aventajaba a la tradicional en rapidez y permitía una descodificación certera. La taquigrafía del español fue difundida a principios del siglo XIX (a partir de 1803) por el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo, Ángel Ramón, colaboraría más tarde en la transcripción de los debates de las Cortes de Cádiz. Aquel tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título: Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la misma claridad que la escritura común. Su autor, el citado Martí, pensaba, pues, que aquellos signos se podían leer con toda comodidad. Y así puede suceder ahora con esas palabras esmirriadas que van de un teléfono a otro como si estuvieran en ayunas.
También tuvieron su lenguaje propio los viejos telegramas del siglo XX, de mayor difusión aún que la taquigrafía. Con telegramas se felicitaba y se daba un pésame, con telegramas se despedía a un trabajador o se le comunicaba su admisión. Obligados como los mensajes de hoy a una economía de palabras (por el precio), propiciaron un extendido lenguaje sin artículos ni preposiciones, en el que los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza: los textos reiteraban “comunícole”, “infórmesenos”, “apréciola”... para que dos vocablos contasen por el precio de uno. Incluso se cambiaba cada punto y seguido por la anglicada fórmula “stop”. Sin embargo, ese tipo de escritura se vio también reducida al registro adecuado, sin saltar a ningún otro lugar; como sucedió con los antiguos radioaficionados que se comunicaban diciendo “cambio” cada vez que terminaban una parrafada, a fin de dar paso a su interlocutor.
Esos lenguajes adaptados o creados por un sistema de comunicación se quedaron en él. Y corrieron su suerte. Todo hace presumir que ocurrirá lo mismo algún día con ese ejército de esqueletos que pueblan las comunicaciones de nuestro tiempo. Pero así como una taquígrafa podía transcribir un debate con signos famélicos y después escribir una carta personal con todas las letras, muchos jóvenes que se comunican hoy mediante abreviaturas y horrores ortográficos presentarán cuando lo deseen informes académicos impolutos. Y si no lo consiguen, no habrá que echarle la culpa al sistema de comunicación, sino al sistema educativo.
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