Amélie Nothomb y el lobo feroz
La excéntrica narradora belga nacida en Japón se divierte reescribiendo la fábula Barba Azul de Charles Perrault y la transforma en una brillante obra de madurezPor Javier Aparicio Maydeu
SE ESTRENÓ CON Higiene del asesino (1992) introduciendo
a un premio Nobel de literatura en una historia sombría, y ahora publica
Barba Azul metiendo a una astuta doncella y a otro asesino, este sumamente
higiénico y muy distinguido, en otra historia sombría. En medio, una
frenética trayectoria prolífera de historias marcadas por la excentricidad,
los sagaces y brillantes diálogos de guionista del Hollywood de los
cuarenta o cincuenta, y un exquisito combinado de misterio, fantasía
y absurdo siempre con una guinda de talento en su interior. Cosmética
del enemigo (2001) y su angustiosa lucha dialéctica entre el empresario
Angust y el incordiante Textor Texel; Estupor y temblores (1999), su
diatriba autobiográfica contra el enfermizo mundo empresarial japonés,
todo un best seller internacional, o Una forma de vida (2010) y su combate
literario entre una tal Amélie Nothomb y un soldado con el que se escribe
mistificando las convenciones de la ficción, esto es, un combate entre
el autor y su lector.
Excéntrica y provocativa, Nothomb ha reescrito la fábula siniestra de Perrault, Barba Azul, con el perturbado aristócrata español Elemirio (A)Nibal y (A)Mílcar y la joven belga Saturnine Puissant (fuerte, poderosa) —los antropónimos de Nothomb son antológicos— que, habitando en París en régimen de coinquilinato, van descubriéndose el uno al otro de la mano de diálogos regados siempre con champagne y delirantes disquisiciones acerca de Eros (con Tánatos al acecho porque sin irónica metafísica o sin misterios claustrofóbicos no sería Nothomb), de la Inquisición española, de la relación entre una cámara Polaroid y la inmortalidad del alma o de la gastronomía del huevo, la zarzuela y el caviar, y con extraviadas conversaciones sobre teología mística, con el Ars Magna de Llull de libro de cabecera, y una lectura paródica de la Biblia y del pasado imperial, en una mansión demencial en la que las armaduras de oro conviven con la colección de gorgueras barrocas, las camas con dosel y una estancia prohibida que, junto al Catálogo universal de los colores de Amélie Casus Belli y sus devastadores efectos en la mente de Elemirio, constituye el eje de la trama, morada en la que el quijotesco aristócrata español (“no me negará que el Quijote es el colmo de lo español”) encarna una deformación esperpéntica del mítico pasado glorioso (y una metáfora de la senectud soberbia, pero perturbada), y la joven Saturnine a Susana entre los viejos, a una astuta Cenicienta y al pragmático presente tecnológico (y una metáfora de la juventud frívola, pero perspicaz). El cuento del aristócrata malo y la doncella buena, o de la Caperucita lista jugando al ajedrez con el lobo feroz, o el cuento de cómo sería la relación entre el soberbio conde-duque de Olivares y la astuta Marion Cotillard, entre delicias culinarias, cuartos oscuros y algún cadáver en los postres (¿el de Digitaline, “de venenosa belleza”, por ejemplo, una de las inquilinas desaparecidas antes de que Saturnine —Poirot— Puissant llegase?). Una fábula atroz de la salvaje naturaleza humana que solo la cultura (mitología, iconografía y el humor —“admiro que coma tanto y siga estando delgada”, dice el anfitrión; “a eso se le llama juventud, ¿recuerda?”, le dispara la jovencita como un dardo envenenado; “el inventor del champán rosado logró justo lo contrario que la búsqueda de los alquimistas: transformó el oro en granadina”, asegura Elemirio—) puede domesticar. Nothomb en plena forma. Lúdica (“blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido”), extravagante e irónica (“el concepto de sustitución está en la base del desastre de la humanidad. Fíjese en Job”), traviesa o perversa, pero erudita y sutil.
Su Barba Azul es una novela breve —un divertimento más para su colección, dirán algunos añadiendo “mero” antes de “divertimento”—, pero realmente importante en su imparable trayectoria. Tal vez estemos ante una obra sintética precisamente porque es una obra de auténtica madurez, como si Nothomb fuera el pianista virtuoso que ya toca a la perfección y se permite licencias cómplices con su modo de interpretar sabiéndose de memoria la partitura porque la ha imaginado antes de salir al escenario en blanco de la página Word de su ordenador. La infatigable imaginación de la autora se divierte aquí jugando al gato y al ratón con el lector, que siempre en sus novelas interpreta el rol del ratón, y que así sea por muchos años, pero en realidad he aquí el combate de esgrima entre doña Amélie Nothomb y su propio y brillante ingenio. Que el lector juzgue quién ha vencido (ah, pero que no se pierda la colección de vírgenes de Salamanca alineadas sobre un televisor).
Excéntrica y provocativa, Nothomb ha reescrito la fábula siniestra de Perrault, Barba Azul, con el perturbado aristócrata español Elemirio (A)Nibal y (A)Mílcar y la joven belga Saturnine Puissant (fuerte, poderosa) —los antropónimos de Nothomb son antológicos— que, habitando en París en régimen de coinquilinato, van descubriéndose el uno al otro de la mano de diálogos regados siempre con champagne y delirantes disquisiciones acerca de Eros (con Tánatos al acecho porque sin irónica metafísica o sin misterios claustrofóbicos no sería Nothomb), de la Inquisición española, de la relación entre una cámara Polaroid y la inmortalidad del alma o de la gastronomía del huevo, la zarzuela y el caviar, y con extraviadas conversaciones sobre teología mística, con el Ars Magna de Llull de libro de cabecera, y una lectura paródica de la Biblia y del pasado imperial, en una mansión demencial en la que las armaduras de oro conviven con la colección de gorgueras barrocas, las camas con dosel y una estancia prohibida que, junto al Catálogo universal de los colores de Amélie Casus Belli y sus devastadores efectos en la mente de Elemirio, constituye el eje de la trama, morada en la que el quijotesco aristócrata español (“no me negará que el Quijote es el colmo de lo español”) encarna una deformación esperpéntica del mítico pasado glorioso (y una metáfora de la senectud soberbia, pero perturbada), y la joven Saturnine a Susana entre los viejos, a una astuta Cenicienta y al pragmático presente tecnológico (y una metáfora de la juventud frívola, pero perspicaz). El cuento del aristócrata malo y la doncella buena, o de la Caperucita lista jugando al ajedrez con el lobo feroz, o el cuento de cómo sería la relación entre el soberbio conde-duque de Olivares y la astuta Marion Cotillard, entre delicias culinarias, cuartos oscuros y algún cadáver en los postres (¿el de Digitaline, “de venenosa belleza”, por ejemplo, una de las inquilinas desaparecidas antes de que Saturnine —Poirot— Puissant llegase?). Una fábula atroz de la salvaje naturaleza humana que solo la cultura (mitología, iconografía y el humor —“admiro que coma tanto y siga estando delgada”, dice el anfitrión; “a eso se le llama juventud, ¿recuerda?”, le dispara la jovencita como un dardo envenenado; “el inventor del champán rosado logró justo lo contrario que la búsqueda de los alquimistas: transformó el oro en granadina”, asegura Elemirio—) puede domesticar. Nothomb en plena forma. Lúdica (“blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido”), extravagante e irónica (“el concepto de sustitución está en la base del desastre de la humanidad. Fíjese en Job”), traviesa o perversa, pero erudita y sutil.
Su Barba Azul es una novela breve —un divertimento más para su colección, dirán algunos añadiendo “mero” antes de “divertimento”—, pero realmente importante en su imparable trayectoria. Tal vez estemos ante una obra sintética precisamente porque es una obra de auténtica madurez, como si Nothomb fuera el pianista virtuoso que ya toca a la perfección y se permite licencias cómplices con su modo de interpretar sabiéndose de memoria la partitura porque la ha imaginado antes de salir al escenario en blanco de la página Word de su ordenador. La infatigable imaginación de la autora se divierte aquí jugando al gato y al ratón con el lector, que siempre en sus novelas interpreta el rol del ratón, y que así sea por muchos años, pero en realidad he aquí el combate de esgrima entre doña Amélie Nothomb y su propio y brillante ingenio. Que el lector juzgue quién ha vencido (ah, pero que no se pierda la colección de vírgenes de Salamanca alineadas sobre un televisor).
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