Leed el siguiente artículo de Pérez-Reverte (autor que aparece en nuestro libro de texto) y comprobaréis cómo ciertos autores - laureados, exitosos y apoltronados - dejan mucho que desear en lo que a valores morales se refiere:
Patente de corso
Mujeres como las de antes
Muchas veces he dicho que apenas quedan mujeres como las de
antes. Ni en el cine, ni fuera de él. Y me refiero a mujeres de esas
que pisaban fuerte y sentías temblar el suelo a su paso. Mujeres de
bandera. Lo comento con Javier Marías saliendo del hotel Palace, donde
en el vestíbulo vemos a una torda espectacular. «Aunque ordinaria»,
opina Javier. «Creo que no lo sabe», apunto yo. Seguimos conversando
carrera de San Jerónimo arriba, en dirección a la puerta del Sol. Es
una noche madrileña animada, cálida y agradable, que nos suministra
abundante material para observación y glosa. Yo me muevo, fiel a mis
mitos, en un registro que va de Ava Gardner y Debra Paget a Kim Novak,
pasando por la Silvana Mangano de Arroz amargo; y Javier añade
los nombres de Donna Reed, Rhonda Fleming, Jane Rusell y Angie
Dickinson, que apruebo con entusiasmo. Coincidimos además en dos
señoras de belleza abrumadora, aunque opuesta: Sophia Loren y Grace
Kelly. Al referirnos a la primera, Javier y yo emitimos aullidos a lo
Mastroianni propios de nuestro sexo -no de nuestro género, imbéciles-
que vuelven superfluo cualquier comentario adicional. Haciendo, por
cierto, darse por aludidas, sin fundamento, a unas focas desechos de
tienta que pasan junto a nosotros vestidas con pantalón pirata, lorzas
al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que nuestro «por
allí resopla» va con ellas. Respecto a Grace Kelly, dicho sea de paso,
me anoto un punto con el rey de Redonda -me encanta madrugarle en
materia cinéfila, pues no ocurre casi nunca-, porque él no recuerda la
secuencia del pasillo del hotel en Atrapa a un ladrón, cuando
doña Grace se vuelve y besa a Cary Grant ante la puerta, de un modo que
haría a cualquier varón normalmente constituido dar la vida por ser el
señor Grant.
Pero no sólo era el cine, concluimos, sino la vida real. Los dos somos veteranos del año 51 y tenemos, cine aparte, recuerdos personales que aplicar al asunto: madres, tías, primas mayores, vecinas. Esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera. No era casual, concluimos, que en las fotos familiares nuestras madres parezcan estrellas de cine; o que tal vez fuesen las estrellas de cine las que se parecían muchísimo a ellas. Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta. En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras.
Con esa charla hemos llegado a la calle Mayor, donde se divisa por la proa un ejemplo rotundo de cuanto hemos dicho. Entre una cita de Shakespeare y otra de Henry James, o de uno de ésos, Javier mira al frente con el radar de adquisición de objetivos haciendo bip-bip-bip, yo sigo la dirección de sus ojos que me dicen no he querido saber pero he sabido, y se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo. Nos paramos a mirarla mientras se aleja, moviendo desolados la cabeza. Quod erat demostrandum, le digo al de Redonda para probarle que yo también tengo mis clásicos. Mírala, chaval: belleza, cuerpo perfecto, pero cuando decide ponerse elegante parece una marmota dominguera. Y es que han perdido la costumbre, colega. Vestirse como una señora, con tacón alto y el garbo adecuado, no se improvisa, ni se consigue entrando en una zapatería buena y en una tienda de ropa cara. No se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace. Puede ocurrir como con ese chiste del caballero que ve a una señora bellísima y muy bien puesta, sentada en una cafetería. «Es usted -le dice- la mujer más hermosa y elegante que he visto en mi vida. Me fascinan esos ojos, esa boca, esa forma de vestir. La amo, se lo juro. Pero respóndame, por favor. Dígame algo.» Y la otra contesta: «¿Pa qué?... ¿Pa cagarla?».
Pero no sólo era el cine, concluimos, sino la vida real. Los dos somos veteranos del año 51 y tenemos, cine aparte, recuerdos personales que aplicar al asunto: madres, tías, primas mayores, vecinas. Esas medias con costura sobre zapatos de aguja, comenta Javier con sonrisa nostálgica. Esas siluetas, añado yo, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida, curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas. Etcétera. No era casual, concluimos, que en las fotos familiares nuestras madres parezcan estrellas de cine; o que tal vez fuesen las estrellas de cine las que se parecían muchísimo a ellas. Hasta las niñas, en el recreo, se recogían con una mano la falda del babi y procuraban caminar como las mujeres mayores, con suave contoneo condicionado por la sabia combinación de tacones, falda que obligaba a moverse de un modo determinado, caderas en las que nunca se ponía el sol y garbo propio de hembras de gloriosa casta. En aquel tiempo, las mujeres se movían como en el cine y como señoras porque iban al cine y porque, además, eran señoras.
Con esa charla hemos llegado a la calle Mayor, donde se divisa por la proa un ejemplo rotundo de cuanto hemos dicho. Entre una cita de Shakespeare y otra de Henry James, o de uno de ésos, Javier mira al frente con el radar de adquisición de objetivos haciendo bip-bip-bip, yo sigo la dirección de sus ojos que me dicen no he querido saber pero he sabido, y se nos cruza una rubia de buena cara y mejor figura, vestida de negro y con zapatos de tacón, que camina arqueando las piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente -¿acaso no se mata a los caballos?-, abatirla de un escopetazo. Nos paramos a mirarla mientras se aleja, moviendo desolados la cabeza. Quod erat demostrandum, le digo al de Redonda para probarle que yo también tengo mis clásicos. Mírala, chaval: belleza, cuerpo perfecto, pero cuando decide ponerse elegante parece una marmota dominguera. Y es que han perdido la costumbre, colega. Vestirse como una señora, con tacón alto y el garbo adecuado, no se improvisa, ni se consigue entrando en una zapatería buena y en una tienda de ropa cara. No se pasa así como así de sentarse despatarrada, el tatuaje en la teta y el piercing en el ombligo a unos zapatos de Manolo Blahnik y un vestido de Chanel o de Versace. Puede ocurrir como con ese chiste del caballero que ve a una señora bellísima y muy bien puesta, sentada en una cafetería. «Es usted -le dice- la mujer más hermosa y elegante que he visto en mi vida. Me fascinan esos ojos, esa boca, esa forma de vestir. La amo, se lo juro. Pero respóndame, por favor. Dígame algo.» Y la otra contesta: «¿Pa qué?... ¿Pa cagarla?».
Aunque parezca mentira, este artículo sigue colgado en la red, en el blog del propio autor. Otro escritor, Andrés Trapiello, respondió con este artículo que os ofrezco a continuación:
Hombres como los de antes
HE
aquí los hechos, expuestos con sencillez. Un buen día de hace unas
semanas empezó a circular por la red cierto artículo de Pérez Reverte.
Al comprobar que era de hace unos seis años (El Semanal,
22/7/07), el grado de desconcierto inicial no digo yo que se rebajara
un ápice, pero entraron en juego otras consideraciones. En todo caso, se
sintió uno como el flâneur o paseante baudelairiano, en la definición
de Benjamin: “Aquel que llega tarde o que se va antes de tiempo del
lugar de los hechos”. Esa es, desde luego, la historia de mi vida, y
acaso, lector, lectora, la de la tuya, por lo que no creo que te moleste
tampoco leer el mío seis años tarde también.
El del famoso escritor cartaginés se titula “Mujeres como las de antes”,
y empieza con brío y gerundios inmarcesibles: “Muchas veces he dicho
que apenas quedan mujeres como las de antes. Ni en el cine, ni fuera de
él. Y me refiero a mujeres de esas que pisaban fuerte y sentías temblar
el suelo a su paso. Mujeres de bandera. Lo comento con Javier Marías
saliendo del hotel Palace, donde en el vestíbulo vemos a una torda
espectacular. «Aunque ordinaria», opina Javier”. Al rato uno y otro
amigo hacen repaso a su cinefilia erótica hasta llegar a Sophia Loren y
Grace Kelly: “Al referirnos a la primera, Javier y yo emitimos aullidos a
lo Mastroianni propios de nuestro sexo –no de nuestro género,
imbéciles– que vuelven superfluo cualquier comentario adicional.
Haciendo, por cierto, darse por aludidas, sin fundamento, a unas focas
desechos de tienta que pasan junto a nosotros vestidas con pantalón
pirata, lorzas al aire y camiseta sudada; creyendo, las infelices, que
nuestro «por allí resopla» va con ellas”. Bulle la rúa, la pesca sigue,
los miembros avizoran y la testosterona pone al fin su piquita en
Flandes, al cruzarse con “una rubia (...) que camina arqueando las
piernas, toc, toc, con tan poca gracia que es como para, piadosamente
–¿acaso no se mata a los caballos?–, abatirla de un escopetazo”.
En
un país en el que mueren cada año medio centenar de mujeres abatidas de
un escopetazo o apuñaladas, esa desenvoltura anonada. Pero seis años
son muchos. En una entrevista con Jordi Évole, esta sí reciente, Pérez
Reverte invoca una Revolución que no acaba de llegar (deplora él en otro
lugar que España no hubiese tenido una buena guillotina). También en
sus artículos su amigo Marías nos recuerda cada semana la mierda de país
en el que vivimos, soez y casposo. Cuánta razón lleva. Y cierto que es
raro que ni él ni nadie hayan denunciado ese artículo en un juzgado por
apología de la violencia de género, de la caspa y de los gerundios
(podrían haberlo hecho las miembros de su Academia, por ejemplo,
mientras toman allí el té, entre pasta y pasta, o entre caspa y caspa), o
que siga colgado en la web del escritor, pero debe de haber razones de
peso para ello que se me escapan. Y lo digo porque lo normal es que
cuando un caballero español piensa que no quedan mujeres como las de
antes, es porque se cree un hombre de verdad, de los de toda la vida,
con las turmas bien puestas. No como aquellos de hace un siglo que no
se envilecían en cada una de las palabras que escribían. Y si bien no se
siente uno colega de Pérez ni por rumores, nada, aquí estamos también a
ver si sabemos hacernos revolucionarios. Aunque me queda esta
duda: ¿para esa famosa Revolución nos valdrá la misma escopeta que acabó
con el toc-toc?
[Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 24 de noviembre de 2013]
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