Os ofrezco a continuación un artículo del escritor Julio Llamazares que ejemplifica a las mil maravillas lo que es el eufemismo y lo políticamente correcto:
Las palabras las carga el diablo, como las armas. Por eso, desde
siempre, el hombre las ha usado con cuidado, no fueran a explotarle
entre las manos. O entre los labios, para ser precisos.
Nunca hasta ahora, no obstante, el miedo a las palabras ha sido tan
evidente ni tan exagerado el tacto con el que se utilizan; no sólo entre
los personajes públicos, sino también entre la gente anónima,
arrastrada por aquéllos a un lenguaje que no sólo no es el suyo, sino
que muchas veces ni entiende. Lo que provoca situaciones que en
ocasiones rozan lo histriónico, cuando no entran directamente en la
condición de humor.
En el ámbito político, la cosa es más que evidente. Cuando nuestros
dirigentes, con el presidente José Luis Rodríguez Zapatero a la cabeza
(él fue, de hecho, el que popularizó el término) hablan de los
ciudadanos, o de la ciudadanía, para referirse a los españoles (palabra
que no supone una ideología, simplemente identifica a unas personas), lo
hacen para evitarse problemas, pero ignoran que, al hacerlo, están
borrando a un tercio de aquéllos, o sea, a los españoles que viven fuera
de las ciudades, que es a los que se refiere el término: ciudadanos =
habitantes de las ciudades. Del mismo modo, cuando los nacionalistas
periféricos (también los hay españoles) se refieren a España como el
Estado, están haciendo también una transposición de términos que, aparte
su incorrección (administrativamente, el Estado lo forman todas las
instituciones públicas, incluidas las autonómicas y las locales), está
vacía de contenido, por cuanto, por una parte, estados son también los
de los demás países, por lo que habrían de precisar a cuál de ellos se
refieren, y, por otra, conduce a situaciones tan absurdas o tan cómicas
como sugerir que llueve en los ministerios ("Lluvias en todo el Estado",
dicen ciertos telediarios autonómicos) o considerar que éste es un
aparato: "El aparato del Estado", repiten unos y otros continuamente,
como si el Estado fuera una televisión.
El absurdo al que conduce esta actitud aumenta de día en día si
observamos las aportaciones que continuamente se añaden al vocabulario
político nacional: desde identificar Madrid con España entera para no
tener que decir la palabra odiada (lo que convierte al Gobierno de la
nación en uno autonómico y al de Madrid en inexistente) a sustituir el
País Vasco por el norte -como si Santander o Asturias no fueran también
el norte-, pasando por expresiones como talante (que, sin añadirle algo,
bueno o malo, por ejemplo, no quiere decir nada en realidad), el
lenguaje político en España se ha convertido en una entelequia que
hubiera hecho las delicias de Valle-Inclán, de estar vivo. Aunque la
palma en este terreno se la lleva, para mí, la expresión que los
parlamentarios andaluces inventaron para definir su tierra, intentando
equipararla con otras de más caché: realidad nacional. Sólo les faltó
añadir con destino en lo universal.
Influenciados por los políticos o contagiados por la estupidez del
ambiente, los españoles en general nos hemos dedicado últimamente a
reinventar la lengua de nuestros antepasados, en orden a hacerla
presuntamente más agradable. Así, para no ofender a los diferentes, como
se les dice ahora a las minorías, ya sean éstas religiosas o raciales,
hablamos de magrebíes, ciudadanos de color, del Este, subsaharianos
(¿los blancos lo son también?) y hasta de individuos de etnia gitana
(así dicen los periódicos, al menos), cuando los así llamados se llaman a
sí mismos normalmente de otra forma, mucho más conocida y natural. Y lo
mismo sucede con los maricas, que ahora se les dice gays, rebajando al
parecer de esa manera la presunta carga homófoba social, con los
indocumentados (ahora simplemente sin papeles), los vagabundos (ahora sin techo), los viejos (ahora mayores, también la tercera edad) y hasta las personas solas (ahora singles,
en inglés). Por supuesto, los ciegos son invidentes, los cojos son
minusválidos, los subnormales disminuidos psíquicos, los mongólicos
síndromes de Down y así sucesivamente, en un intento de suavizar sus
males por la vía de modificar sus nombres. Noble empeño que se extiende,
sin embargo, a situaciones nada anormales, tales como profesiones (los
barrenderos son ahora empleados de la limpieza, los enfermeros ATS, los
vendedores a domicilio comerciales, los policías agentes del orden
público, etcétera) o actividades tan naturales como orinar (hacer pis) o
joder (hacer el amor). Como si nuestros paladares ya no admitieran
determinadas palabras fuertes, igual que nuestros estómagos,
acostumbrados a la leche desnatada, ya no digieren la leche pura.
La cosa se agrava aún más cuando la corrección política, o lo que se
cree por tal, se antepone a la corrección lingüística. Que es lo que
ocurre en determinados ambientes, como el de las feministas, donde las
palabras se adaptan a las ideas y no al revés. Así, por ejemplo, y
aparte de soportar el todos y todas tan de moda en estos tiempos como
absurdo (aparte de redundante, si aceptamos la expresión, habrá que
hacerla extensiva a todos los masculinos, da igual la especie a que se
refiera), yo he tenido que aguantar que una señora me acusara de
machista por decirle juez en lugar de jueza. Dio igual que le
argumentara que lo que feminiza el término (igual que el de presidenta)
es el artículo y no la a, porque ni presidente ni juez implican un
género, por más que diga la Academia (que ha admitido los dos términos
en un arranque de feminismo); de lo contrario, la presidenta y la jueza
serían inteligentas, y diligentas, y hasta ponentas, que era el caso de mi discutidora, y, al revés, por ese mismo conducto, yo sería novelisto, y poeto, y periodisto,
dada mi condición masculina. Pero hay temas con los que no se puede
jugar, y el del feminismo es uno, y al final opté por callarme, sobre
todo cuando mi opositora me dijo que la corrección lingüística era otra
forma de dominación del hombre, igual que me sucedió otra vez con un
corrector de estilo de una revista de Barcelona que me quería obligar a
escribir Ourense en lugar de Orense, pese a que yo escribía en
castellano. Según él -y mucha gente-, para no ser un centralista, para
que no te tachen de españolista incluso, habría que escribir los nombres
de las ciudades en el idioma que se habla en ellas, cosa que no se
hace, en cambio, a nivel internacional. Nadie escribe, por ejemplo, New
York, Milano o London mientras que nos obligan a decir Lleida pese a que
en la propia Lleida mucha gente dice Lérida al hablar.
En resumidas cuentas, y tal como están las cosas, lo mejor es no
hablar en público y, si uno se ve en la obligación de hacerlo, utilizar
las palabras como hacen todos (y todas, añado al punto): como peligrosas
armas de las que la sociedad sospecha y no como convenciones de un
instrumento inocuo y maravilloso, el lenguaje, que sirve para
comunicarnos. O servía, por lo menos, cuando la gente tomaba la leche
entera y vivíamos sin tantos complejos como ahora.
[Extraído del siguiente enlace]
Y otra aportación, en este caso de Muñoz Molina
Al pan, pan
Me producen una fascinación morbosa esos genios siempre anónimos, los inventores de eufemismos, los que acuñan expresiones sonoras o neutras para encubrir la realidad, para suavizar sus ángulos, incluso para cambiar de arriba abajo su naturaleza. Los hubo directamente criminales, como aquellos que llamaban a los asesinatos terroristas “socialización del sufrimiento”; los hay de un cinismo tan efectivo que hace falta muy cuidado para no contagiarse de sus embustes y sus circunloquios. En qué momento, por ejemplo, dejó de decirse paro, que suena tan áspero, y se generalizó desempleo: quizás cuando el despido de los trabajadores se empezó a llamar “expediente de regulación de empleo”. Tres palabras en vez de una sola. Quisiera saber a qué ejecutivo se le ocurrió que a partir de un cierto momento los viajeros de los trenes pasáramos a llamarnos clientes, que debió de sonarle como más dinámico, o quién decidió que alumno ya no era una palabra aceptable. Pero ahora mi preferido es ese término que no se les cae de la boca a los energúmenos de la política dedicados a desbaratar la sanidad pública, gente de la calaña de ese consejero catalán que aseguraba que no existe el derecho a la salud, porque la salud depende del patrimonio genético. Ellos no privatizan, aseguran. Lo que hacen es “externalizar la gestión”. Privatizar se ve que les suena feo hasta a ellos mismos: suena demasiado a saquear. Externalizar es un verbo que tiene una sílaba más, y que suena mucho más técnico. Como cuando a los genios de la “comunicación” militar americana se les ocurrió decir “daños colaterales” en vez de “víctimas inocentes”. Llamar a las cosas por su nombre es más que nunca un acto de subversión política.[Extraído del siguiente enlace]
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