SER Y NO SER
JAVIER VILLÁNEl Mundo.
23/04/2014
Todo lo humano empezó con él. Por así decirlo, lo inventó. La reflexión es del reputado crítico Harold Bloom y se antoja una verdad imperecedera. Sobre todo hoy, cuando se cumplen 450 años de su nacimiento. Shakespeare es, en definitiva, inabarcable, eterno y sus personajes -Hamlet, Lear, Otello, Macbeth- siguen más vivos que nunca. Lo que viene a continuación son diez claves para seguir sorprendiéndonos con el bardo de Stratford-upon-Avon.
Macbeth, poder absoluto
En Shakespeare, el eje de sus personajes, la razón de su existencia es el poder; que con frecuencia semeja una patología sin remedio, un ansia de poder que descubre todas las miserias, debilidades, grandezas y complejidades de los hombres. Shakespeare. La invención de lo humano no es un título arbitrario de Harold Bloon. Toda la historia de las pasiones y los fracasos de la Humanidad pasa por Shakespeare. Por alcanzar el poder los personajes asesinan, traicionan. Matan, se lavan las manos, se restriegan las marcas, pero la sangre del rey asesinado es indeleble. Enloquecen Macbeth y Lady Macbeth, su principio de vida y muerte; su apoyo, también enloquece. La conquista del poder no basta para acallar los gritos de la conciencia. El fantasma de Banquo se presenta en medio de un banquete; el amor-pasión de Lady Macbeth tampoco vale para borrar los fantasmas acusadores. Y el bosque de Birnan avanza implacable y misterioso; y el «hombre no nacido de mujer», el único que podrá matar a Macbeth, existe; es Macduff que no nació de mujer, lo sacaron del vientre de la madre ya muerta. Lady Macbeth es el impulso creador y destructor; la pasión por el poder y la pasión carnal por su marido: eros incandescente. Todo será aniquilado por la mala conciencia. Estaba implícito en los conjuros de las brujas: serás rey, pero no padre de reyes.
Víctimas y verdugos
Como en la vida, en la obra de Shakespeare hay dos grandes bandos: las víctimas y los verdugos. Como en la vida, las víctimas debieran pasar más inadvertidas que sus opresores dotados de una fuerza demoniaca, grandiosa. Con todo, las víctimas no carecen de grandeza gracias al genio teatral de Skakespeare. Víctimas ideadas como protagonistas que al final son anuladas por otro personaje: Otelo queda difuminado por Yago e incluso por Desdémona. La verdadera protagonista de El mercader de Venecia es Porcia y el propio Antonio queda por encima. La piedad filial de Cordelia reconstruye el poder perdido de Lear, lo sostiene. La fiel Cordelia alcanza el rango de triunfadora.
La esencia del teatro
En Shakespeare, grandísimo poeta, no hay literatura, hay teatro; siempre teatro. Shakespeare conoce el teatro, su naturaleza y su esencia. Basta con escuchar al príncipe Hamlet los consejos que da a los cómicos que llegan a palacio para convencerse de que el teatro es consustancial a Shakespeare y que éste conocía a fondo los misterios escénicos: «Soltura y naturalidad, pues si declamas a voz en grito, valiera más que diera mis versos a que los voceara el pregonero. Guárdate también de aserrar demasiado el aire con la mano. Moderación en todo, pues (...) siempre debes tener aquella templanza que hace suave y elegante la expresión». De ahí el interés que suscitaba en Antonin Artaud: el genio de Avon, poeta que nunca confundió Teatro con Literatura. Shakespeare, el genio poético de la palabra dramática; Artaud el lenguaje del cuerpo. Ambos, poética de la crueldad.
Falstaff, el bufón, el placer
Falstaff es el amor a la vida, el sentido lúdico de la lealtad. El golfo desterrado de su paraíso cuando su amado príncipe llega a rey. Vitalista, condenado, se redime por lo mismo que le condenan: la transgresión de las normas, la invención de códigos de conducta incorrectos: Falstaff, un bufón melancólico y traicionado ha sobrevivido a la deslealtad y a la razón de Estado de Enrique IV, su compañero de francachelas mientras fue príncipe. Cobarde, fanfarrón, borracho y profundamente humano. La razón de Estado puede más que la amistad; un golfo como Falstaff no puede ser amigo de un rey; las malas compañías son mala imagen para la corona. Fue el preceptor de Enrique en las artes de la vida y del placer; pero luego es un estorbo. Por eso, porque perdió el favor del rey y su amistad, Falstaff es un personaje melancólico: un desterrado de la felicidad.
Hamlet, locura fingida
Hamlet más que dudar, reflexiona con insólito ingenio y brillantez; es la sombra del padre que vaga por las murallas de Elsinor: nebuloso, pero muy real. Sabe de la traición de la madre, del crimen adúltero. Y a vengarse dedica sus afanes. «Ser o no ser» es una abstracción, no la definición medular de su carácter; su objetivo es provocar la autoinculpación de su madre, la reina Gertrudis. Y una ironía perversa que oculta sus intenciones. Cuando Horacio señala que las sobras del banquete funeral se están utilizando para el banquete nupcial, le responde con sarcasmo: «Economía, Horacio, economía». Se inventa una farsa para los cómicos en la que Claudio y Gertrudis vean reflejado su crimen. Es la intensidad intelectual del conocimiento mutante, la mismidad dentro del desdoblamiento de una caja de muñecas rusas. Psicologías sucesivas y, por lo tanto, teatrales. No es, como se ha dicho, la sublimación de la capacidad negativa de Shakespeare, sino la estilización escénica de sus contradicciones: un loco cuerdo.
Shylock, el judío engañado
Shylock, el mercader veneciano, pretende ser verdugo, pero acaba siendo una víctima; un judío no puede vencer, antisemitismo cruel y explícito de Shakespeare. Los rasgos con que Shakespeare dibuja a Shylock son los clásicos del antisemitismo: un físico abominable, la avaricia, el prestamismo a precios abusivos. El mercader sin más alma que el dinero. Un judío que resume la mueca sarcástica de la avaricia y la perversidad: préstamo y beneficio. Una parodia de lo peor de los judíos. Tan malo es Shylock, el despreciado, el humillado, que, al defender a su raza, ha sido el agente más eficaz del antisemitismo; incluso en la protesta por los agravios, sigue siendo el «perro judío»: «¿No sangramos si nos pincháis, no morimos si nos envenenáis y si nos hacéis cosquillas no nos reímos? ¿Y no nos vengaremos si nos ultrajáis?». Su saña justiciera es tanto sed de restitución como de venganza. Pero ha prevalecido la revancha, el ajuste de cuentas: paga o muere... Por encima de todo prevalece la obsesión de Shylock: «Esta libra de carne es mía, y la tendré». Porcia, uno de los personajes más sugestivos y astutos del universo femenino shakesperiano, lo vence en el juicio: una libra de carne, pero ni una gota de sangre. Luego, Shakespeare se recrea en la derrota del malvado Shylock.
Yago, la astucia, el manipulador
En términos estrictos no es la maldad lo que diferencia a los verdugos y las víctimas en Shakespeare, sino el ejercicio del poder. Tampoco el maquiavelismo; todos conspiran, todos engañan. Y Yago es uno de esos secundarios que por su inteligencia taimada se alza a protagonista; en Otelo es más importante Yago que el moro de Venecia y que Desdémona. El maquiavelismo no se diferencia por los medios que se utilizan, todos abominables; se diferencia por la eficacia y por el grado de poder que es capaz de alcanzar; y el poder no es válido, sino que es un poder absoluto.
Rey Lear, el poder perdido
Para Lear la hija preferida es Cordelia; pero Cordelia es la más inocente, incapaz de falsedad y doblez en la que Gonerila y Regania son maestras. Y Lear no entiende esa incapacidad para mentir. Rey Lear pierde, se condena al vagabundaje, cuando entrega el poder a sus dos hijas bajo falsas promesas de vasallaje; va de puerta en puerta mendigando una acogida sobre la cual ya no tiene autoridad. Gonerila y Regania lo abandonan, le despojan de sus prerrogativas, pues sólo buscaban el poder y el reino; Cordelia sigue amándolo, lo protege, lo defiende, le da la acogida que le niegan sus hermanas. Piedad frente a poder, compasión frente a egoísmo.
Ricardo III, la lujuria
El encanto malvado de un canalla. ¿Retrato de Marlowe, quizá? Pudiera ser. En cualquier caso, terrorismo escénico, parodia de la abyección elevada a la categoría de lo sublime. Ricardo tiene algo de bufón, pero sin la jocundidad de Falstaff; mucho del maquiavelismo perverso de Yago, una autosuficiencia diabólica: seductor por la palabra exacta, pese a la deformidad de su cuerpo. Lady Ana lo detesta y fascinada sin saber por qué se casa con un asesino que la destruirá. Y al fin, la derrota: un caballo cojo, una batalla perdida. Ricardo pudo seducir a las mujeres, mancillarlas, envolverlas con un verbo venenoso. Pero, solo y descabalgado en la batalla perdida, no supo convencer a un miserable soldado de que le prestara un caballo para huir: «Mi reino por un caballo».
Fascinación de las mujeres
Ofelia nunca entendió al príncipe de Dinamarca incluso puede dudarse de que lo amara verdaderamente. No es la pasión enamorada de Julieta ni la sentimentalidad filial de Cordelia ni la astucia enamorada, dúplice y travestida, de Porcia. Tampoco es la pasión erótica de Lady Macbeht: la lujuria del poder y sus abismos. El príncipe Hamlet la desdeña. Y está muy lejos de la atracción carnal, del erotismo criminal de Lady Macbeth. Es una mujer empalagosa. Me remito a Valle-Inclán, cuyo marqués de Bradomin la consideraba personaje digno de los Quintero, el teatro que más odiaba Valle: «¿Ofelia?», pregunta Rubén Darío. Responde el marqués: «Una niña pitonga. Y el príncipe [de Dinamarca] un Babieca como todos los príncipes». Cleopatra es más que una zorra entrada en años. Gertrudis, más que una adúltera incestuosa que se acuesta con el hermano de su marido. El mundo de las mujeres de Shakespeare es pura fascinación; y acaso más en las comedias; el contrapunto sin el cual los personajes masculinos no existirían o, por lo menos, no se entenderían en toda su dimensión.
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