Triángulo Isósceles
Mario Benedetti
El abogado Arsenio Portales y la ex actriz Fanny Araluce
llevaban doce apacibles años de casados. Desde el comienzo, él le había exigido
a Fanny que dejara la escena. Al parecer, no era tan liberal como para tolerar
que noche a noche su linda mujer fuera abrazada y besada por otros.
A ella le había costado mucho aceptar esa exigencia, que le
parecía absurda, machista y carente de un mínimo de sentido profesional.
"Por otra parte", había agregado él como justificación a posteriori,
"no creo que tengas las imprescindibles condiciones para triunfar en
teatro. Sos demasiado transparente. En cada uno de tus personajes siempre estás
vos, precisamente allí donde debería estar el personaje. Demasiado
transparente. El verdadero actor debe ser opaco como ser humano; sólo así podrá
ser otro, convertirse en otro. Por más que te vistas de Ofelia, Electra o
Mariana Pineda, siempre serás Fanny Araluce. No niego que tengas un
temperamento artístico, pero deberías encauzarlo más bien hacia la pintura o
las letras. Es decir, hacia la práctica de un arte en el que la transparencia
constituya una virtud y no un defecto."
Fanny lo dejaba exponer su teoría, pero en realidad él nunca
la había convencido. Él no lo entendía ni lo valoraba así. Sin embargo, en la
vida cotidiana, privada, Fanny era ordenada, sobria, casi una perfecta ama de
casa.
Probablemente demasiado perfecta para el doctor Portales. En
los últimos dos años, el abogado había mantenido otra relación, tan clandestina
como estable, con una mujer apasionada, carnal, contradictoria, y, por si todo
eso fuera poco, particularmente atractiva.
Como lugar adecuado para esos encuentros, Portales alquiló
un apartamento a sólo ocho cuadras de su casa. Había sido minucioso en la
organización de su cándido pretexto; por borrosos motivos profesionales debía
viajar semanalmente a Buenos Aires. Como sólo estaba ausente las noches de los
martes, le recomendaba a Fanny que no le telefoneara, pero, por si las moscas,
le había dado el teléfono de un colega porteño, que tenía instrucciones
precisas: "¿Arsenio? Fue a una reunión que creo se va a prolongar hasta
muy tarde." Fanny nunca llamó.
Ella, que conocía como nadie las necesidades y manías de su
marido, se encargaba de aprontarle el pequeño maletín y le llamaba el taxi.
Portales se bajaba ocho cuadras más allá, subía al apartamento clandestino, se
ponía cómodo, aprontaba los tragos, encendía el televisor; a la espera de
Raquel, que, como también era casada, debía aguardar a que su marido
emprendiera su inspección semanal a la estancia. En realidad, si se veían los
martes había sido por complacer a Raquel, pues ése era el día que el hacendado
había elegido para atender sus campos. "Y para dejarnos el campo
libre", bromeaba Arsenio.
Cuando por fin llegaba Raquel, cenaban en casa, ya que no
podían arriesgarse a que los vieran juntos en un cine o en un restaurante.
Luego hacían el amor de una manera traviesa, juvenil, alegre, casi como si
fueran dos adolescentes. Cada martes Portales se sentía revivir. Cada miércoles
le costaba un poco regresar a las buenas costumbres del hogar lícito, genuino,
sistemático.
Para la vuelta, no sabía bien por qué, exageraba las
precauciones. Llamaba un taxi, hacía que lo dejara en el aeropuerto de
Carrasco; después de un rato, tomaba otro taxi para regresar a su casa. Dentro
de esa rutina, Fanny cumplía con interesarse en cómo le había ido, y entonces
él inventaba con esmero los pormenores de las aburridas sesiones de trabajo con
sus clientes bonaerenses, dejando siempre constancia, eso sí, de lo bueno que
era estar de vuelta en casa.
Llegó por fin el martes en que se cumplían dos años de la
furtiva y estimulante relación con Raquel, y Portales consiguió un collar de
pequeños mosaicos florentinos. Se lo había hecho traer desde Italia por un
cliente, éste sí verdadero, que le debía algunos favores. Instalado en su lindo
y confortable bulín, Portales puso el champán en la heladera, aprontó las
copas, se acomodó en la mecedora, y se puso a esperar, más impaciente que otras
veces, a Raquel.
Ésta llegó más tarde que de costumbre. Su demora estaba
justificada, ya que también ella, en vista del aniversario subrepticio, había
ido a comprar su regalito: una corbata de seda, con franjas azules sobre fondo
gris. Fue entonces que Arsenio Portales le dio el estuche con el collar. A ella
le encantó. "Voy un momento al baño, así veo cómo me queda", dijo, y
como anticipo de otros atributos, lo besó con ternura y calidez. Como era
natural, él consideró ese beso como un presagio de una noche gloriosa.
Sin embargo, Raquel demoraba en el baño y él empezó a
inquietarse. Se levantó, se arrimó a la puerta cerrada y preguntó: "¿Qué
tal? ¿Te sentís bien?" "Estupendamente bien", dijo ella.
"Enseguida estoy contigo."
Ya sin preocupación, aunque igualmente ansioso por la
expectativa, Portales volvió a sentarse en la mecedora. Cinco minutos después
la puerta del baño se abría, mas, para sorpresa del hombre a la espera, no para
dar paso a Raquel sino a Fanny Araluce, su mujer, que lucía el collar
florentino.
Portales, estupefacto, sólo atinó a exclamar: "¿Fanny!
¿Qué hacés aquí?" "¿Aquí?", subrayó ella. "Pues, lo de
todos los martes, querido. Venir a verte, acostarme contigo, quererte y ser
querida." Y como Arsenio seguía con la boca abierta, Fanny agregó:
"Arsenio, soy Fanny y también Raquel. En casa soy tu mujer, Fanny A. de
Portales, pero aquí soy la actriz Fanny Araluce. O sea que en casa soy
transparente y aquí soy opaca, ayudada por el maquillaje, las pelucas y un buen
libreto, claro."
"Raquel", balbuceó Arsenio Portales.
"Sí: Raquel. ¿Te das cuenta? Me has traicionado conmigo
misma. Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de
mí, o te casás conmigo. No estoy dispuesta a seguir tolerando esta ambigüedad.
Y algo más: después de este éxito dramático, después de dos años con esta obra
en cartel, te anuncio solemnemente que vuelvo al teatro."
"Tu voz", murmuró Arsenio. "Algo extraño
había en tu voz. Pero ni siquiera el color de tus ojos es el mismo."
"Claro que no. ¿Para qué existen las lentes de contacto
verdes? Siempre te oí decir que te encandilaban las morochas de ojos
verdes."
"Tu piel. Tu piel tampoco era la misma."
"Ah no, querido, lamento decepcionarte. Aquí y allá mi
piel siempre ha sido la misma. Sólo tus manos eran otras. Tus manos me
inventaban otra piel. Al fin de cuentas, ni yo misma sé ahora cuál es mi piel
verdadera: si la de Fanny o la de Raquel. Tus manos tienen la palabra."
Portales cerró los puños, más desorientado que furioso, más
abatido que iracundo.
"Me has engañado", dijo con voz ronca.
"Por supuesto", dijo Fanny/Raquel.
Mujeres condenadas (Delfina e Hipólita)
A la luz pálida de las lámparas fallecientes,
Sobre blancos cojines impregnados de olor,
Hipólita soñaba con los besos potentes
Que alzaban la cortina de su joven candor.
Buscaba con mirada que turbó la extrañeza
El firmamento de su inocencia ya lejana,
Al igual que un viajero que vuelve la cabeza
Hacia el azul horizonte que cruzó la mañana.
Las perezosas lágrimas de sus ojos velados,
Su sorpresa, su fatiga, su obscura locura,
Los brazos como inútiles armas abandonados
Todo a engalanar servía su frágil hermosura.
Extendida a sus pies, calma de gozo presa
Delfina la espiaba con sus sus ojos ardientes,
Como el animal fuerte que vigila una pieza
Tras haberla primero marcado entre los dientes.
Hermosa fuerte de hinojos ante una frágil bella
Espiaba voluptuosa el triunfo de su intento,
Como un vino, soberbia se inclinaba hacia ella
Como para recoger dulce agradecimiento.
De su pálida victima en los ojos buscaba
El mudo cántico que el placer canta en su giro,
Y aquella gratitud, infinita y esclava
Que parte de los parpados como un largo suspiro.
-“Hipólita, alma mía ,¿qué dices de esas cosas?
¿Te has dado cuenta que ahora no hay que entregar
El sagrado holocausto de tus primeras rosas
Al fuerte soplo que las pudiera marchitar?
Mis besos son ligeros como los de las estrellas
Que acarician de noche los lagos transparentes;
Pero los de tu amante clavarían sus huellas
Como las de una carreta o un arado hirientes.
Sobre ti pasarían como una caravana
De caballos y bueyes con cascos sin piedad.
Vuelve pues ese rostro, Hipólita, oh mi hermana,
Tú, alma y corazón mío, mi todo, mi mitad.
Torna a mí de tus ojos los azulados cielos,
Por solo una mirada de encanto sin confín,
De placeres aún más obscuros alzaré el velo,
¡y habré de adormecerte en un sueño sin fin!”
Pero Hipólita entonces, levantando la frente:
“No soy ingrata, Delfina mía, ni me apena
Tu amor, pero penando estoy de un mal mordiente,
Como después de una nocturna y terrible cena.
Caer sobre mí siento terrores enfermizos,
Y vagos batallones de fantasmas oscuros,
Que me llevan por caminos resbaladizos,
Ceñidos siempre por ensangrentados muros.
¿Habremos cometido algún negro extravío?
Explícame si puedes, esta turbación loca:
De terror me estremezco si me dices: Bien mío,
Y sin embargo, siento que hacia ti va mi boca.
No me mires así, oh mi única amada,
Tú, a quien quiero por siempre, mi hermana de elección,
Aún cuando para mí fueras mi firme emboscada,
Y hasta el inicio mismo de mi condenación”.
Y sacudiendo Delfina su crin volcánica,
Como convulsionada sobre un trípode eterno,
Respondió -la mirada fatal- , con voz tiránica:
-“¿Quién ante el amor se atreve a hablar del infierno?
¡Maldito sea para siempre y remisión,
El soñador inútil que pensó en su necedad,
Presa haciéndose de un problema sin solución,
En cosas del amor mezclar la honestidad!
¡El que quiera fundir en un acorde místico
La noche con el día , la sombra y el calor,
Nunca calentara su cuerpo paralítico,
En ese sol bermejo que llaman el amor!
Ve, si deseas, un novio estúpido a buscar,
Corre a ofrendarte a sus besos despiadados:
Y de remordimiento y horror llena a ocultar
Vendrás en mí después tus senos magullados.
¡No se puede aquí abajo servir a más de un amo!”
Pero la criatura, con grandiosa pasión,
Gritó de pronto:-“Siento que se abre a tu reclamo
En mi un abismo y esa profundidad es mi corazón!
¡Hondo como el vacío, como un volcán quemante!
¡Nadie saciará al monstruo gemebundo e insano,
Ni la sed de la
Euménide calmará, torturante,
Que lo quema hasta el fondo con la antorcha en la mano!
Que los cortinados nos separen del mundo
Y que solo el cansancio dé descanso al amor!
¡Yo deseo aniquilarme en tu cuerpo profundo,
Y hallar en tu seno la tumba del frescor!”
Víctimas lamentables, descended, bajad de grado,
Descended camino al infierno imperecedero,
A lo más profundo de la sima en que los flagelados
Todos los crímenes por vientos de alas de acero,
Bullen mezclados con huracanes bramadores.
Sombras locas, corred del deseo al abrigo;
Nunca conseguiréis saciar vuestros furores,
Y de vuestros placeres se engendrará el castigo.
Jamás un rayo fresco brilla en vuestras cavernas;
Por las grietas del muro los miasmas venenosos
Se filtran e inflaman lo mismo que linternas,
Y empapan vuestros cuerpos de aromas espantosos.
Reseca vuestra carne y vuestra sed acosa
La fecundidad áspera de vuestra conjunción
Y hace de la lujuria la ráfaga furiosa
Crujir vuestra piel como un alejado pabellón.
¡Lejos de toda vida, errantes, condenadas,
A traves del desierto como lobos fugáis;
Cumplid vuestro destino, almas desordenadas,
Y huid del infinito que en vosotros portáis!
/Charles Baudelaire/Las flores del mal/
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