BAJA INTENSIDAD
Íbamos en coche por una carretera rural y un cartel con aspecto de recién instalado me llamó la atención. Decía, no sin magnificencia publicitaria: ESTACIÓN DE TRANSFERENCIA DE RESIDUOS SÓLIDOS URBANOS. Tardé un poco en darme cuenta de que lo que había detrás del cartel era una montaña de basuras, y de que lo que se decía tan enfáticamente y con tantas palabras técnicas habría podido resumirse en un viejo término castellano: Vertedero. La diferencia es que si uno dice "vertedero" lo puede entender todo el mundo, hasta los mayores ignorantes, mientras que al recitar "Estación de transferencia de residuos sólidos urbanos" debe de adquirirse un sentimiento de importancia, de especializada solvencia. ¿Qué jerifalte municipal o autonómico va a rebajarse a inaugurar un vertedero? En cambio, siempre habrá una tropa de autoridades dispuestas a asistir a la inauguración de una estación de transferencia de residuos sólidos urbanos, en compañía de la pertinente nube de pelotas y fotógrafos.
Un vertedero huele mal, despide humos sofocantes, se convierte en vivero de ratas y en yacimiento de tesoros sórdidos para los mendigos que buscan entre las basuras. Un vertedero es una cosa de pobres, un paisaje del Tercer Mundo: una estación de transferencias de residuos sólidos urbanos será sin más remedio un establecimiento tecnificado, modélico, digno de la Unión Europea, del nuevo siglo, de la moneda única. Imagino que ya habrá expertos y enterados que manejen sus siglas: ETRSU. En los organigramas municipales existirá una plaza de técnico de gestión de ETRSU, que no solo suena mucho mejor que basurero, sino que además es imposible de entender, lo cual favorece esa aspiración que tienen en común los gobernantes y los expertos: que sus tareas y sus sabidurías estén rodeadas por un velo de sagrado hermetismo.
Las siglas tienen, para el ignorante de su significado, el mismo poder de amenaza y misterio que tenían sobre los analfabetos las palabras escritas en latín sobre las fachadas de los edificios. Cuando yo empecé a trabajar en una oficina municipal, el despacho contiguo al mío tenía sobre la puerta un cartel que modestamente indicaba: "Negociado de Aguas". Cualquier vecino, por ignorante que fuera, podía deducir que en esa oficina se gestionaba el suministro de agua corriente, de las aguas públicas de la ciudad. Alguien, un concejal visionario, de aquellos que empezaban a llevar trajes abolsados en los años ochenta, debío suponer que aquel letrero tan simple y aquella oficina de muebles grises y legajos constituían un anacronismo vergonzoso, así que en poco tiempo el casi galdosiano negociado de aguas se convirtió nada menos que en EMASAGRASA, término meritorio y sonoro, pero tan indescrifrable como un jeroglífico egipcio. el significado era, creo recordar: "Empresa municipal de abastecimiento y saneamiento de Granada". Donde antes hubo tres palabras ahora había ocho, pero curiosamente ningua de ellas era la única necesaria, la que justificaba las siglas y las instalaciones y el abastecimiento y saneamiento: la palabra agua. Eran tiempos de cambio y progreso, los ochenta: resueltas a abolir la denigrante recogida de basuras, las autoridades la convirtieron en "ingenieria ambiental".
En los últimos 15 o 20 años los cerebros rectores de la innovación pedagógica en España han logrado sumir a dos generaciones en una venturosa ignorancia, muy útil para fabricar ciudadanos dóciles y consumidores obedientes, pero su mayor logro ha sido el desguace del idioma, su conversión en siglas y en jerga. Cualquier padre se quedará estupefacto al leer las calificaciones escolares de sus hijos, más ilegibles que un prospecto de medicinas o que las instrucciones de un ordenador. Más que a mejorar su formación y a atender a los alumnos, a lo que tienen que dedicarse los educadores es a adiestrarse en esa palabrería demente que convierte a la pizarra en "panel vertical de aprendizaje" y llama a los comportamientos "contenidos actitudinales".
Ahora que lo pienso, es injusto que los autores de estas innovaciones del idioma queden siempre en el anonimato. En alguna parte debe de estar el visionario al que se le ocurrió ennoblecer y tecnificar los vertederos llamándoles Estaciones de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos, y no es lícito que no se le otorgue la gloria que merece al pedagogo ministerial que tuvo el golpe sublime de inspiración de llamar "segmento de ocio" al desacreditado recreo, o al ejecutivo de la compañía de ferrocarriles que decidió que los usuarios de los trenes ya no seríamos nunca más anacrónicos viajeros, sino modernos clientes, que es como nos llaman ahora en los avisos de los altavoces. La competencia es ardua, y los méritos muchos, pero si hubiera que otorgar un premio yo se lo daría a ese talento, por ahora anónimo, que dio en llamar al vandalismo, al chantaje, a la amenaza de asesinato, al gangsterismo impune, violencia de baja intensidad.
io
En los últimos 15 o 20 años los cerebros rectores de la innovación pedagógica en España han logrado sumir a dos generaciones en una venturosa ignorancia, muy útil para fabricar ciudadanos dóciles y consumidores obedientes, pero su mayor logro ha sido el desguace del idioma, su conversión en siglas y en jerga. Cualquier padre se quedará estupefacto al leer las calificaciones escolares de sus hijos, más ilegibles que un prospecto de medicinas o que las instrucciones de un ordenador. Más que a mejorar su formación y a atender a los alumnos, a lo que tienen que dedicarse los educadores es a adiestrarse en esa palabrería demente que convierte a la pizarra en "panel vertical de aprendizaje" y llama a los comportamientos "contenidos actitudinales".
Ahora que lo pienso, es injusto que los autores de estas innovaciones del idioma queden siempre en el anonimato. En alguna parte debe de estar el visionario al que se le ocurrió ennoblecer y tecnificar los vertederos llamándoles Estaciones de Transferencia de Residuos Sólidos Urbanos, y no es lícito que no se le otorgue la gloria que merece al pedagogo ministerial que tuvo el golpe sublime de inspiración de llamar "segmento de ocio" al desacreditado recreo, o al ejecutivo de la compañía de ferrocarriles que decidió que los usuarios de los trenes ya no seríamos nunca más anacrónicos viajeros, sino modernos clientes, que es como nos llaman ahora en los avisos de los altavoces. La competencia es ardua, y los méritos muchos, pero si hubiera que otorgar un premio yo se lo daría a ese talento, por ahora anónimo, que dio en llamar al vandalismo, al chantaje, a la amenaza de asesinato, al gangsterismo impune, violencia de baja intensidad.
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